lunes, 28 de junio de 2010

REQUIEM POR CHILE
(Plagio descarado en homenaje a Jorge Luis Borges, del Deutsches Requiem )

Aunque Él me quitare la vida, en Él confiaré.
Job 13:15


Mi nombre es Humberto Gutiérrez Murúa. Uno de mis antepasados, Nicanor Gutiérrez, fue soldado raso del batallón que apresó al ministro Portales y luego lo asesinó en Placeres, en 1837. Mi bisabuelo materno, Reinaldo Murúa, asistió, callada y anónimamente, a los casi secretos funerales de José Manuel Balmaceda, en 1891, habiendo sido funcionario menor de una repartición de su gobierno y encontrándose, a la sazón, cesante, tras la derrota del balmacedismo en la guerra civil. Mi padre, Clodoveo Gutiérrez, llegó a ser subinspector del servicio de aduanas, y en ese cargo jubiló. En cuanto a mí, he sido procesado por torturador y delator. El tribunal ha procedido con rectitud; desde el principio, yo me he declarado culpable. Le he pedido a mi abogado que no apele de la sentencia, que no ha sido menor: veinte años de presidio mayor en su grado medio. Cumpliré ochenta años en la prisión, si es que aún vivo. Antes de ello, fui funado en diversas ocasiones en mi hogar de Viña del Mar y en mi trabajo en Valparaíso. Hoy, cuando ya no hay dudas sobre mi porvenir, he pensado en mis antepasados. De alguna manera soy su sombra, de algún modo soy ellos.

Durante el juicio (que afortunadamente fue corto) no hablé. Justificarme era imposible, ya que yo mismo no tenía la convicción necesaria. Las pruebas, por otra parte, eran abrumadoras. De modo que callé, para no contaminar de cobardía mi ya proclamada vileza. Ahora, que ya estoy condenado, puedo hablar sin temor. No pretendo ser perdonado, porque no encuentro culpa en mí, pero quiero ser comprendido. Quienes sepan oírme, comprenderán la historia de Chile, y su futuro. Ya sé que casos como el mío, antes excepcionales, hoy son asombrosamente triviales. En algunos años, anónimamente, moriré en prisión, pero soy un símbolo de las generaciones venideras.

Nací en Valparaíso, en 195… Dos pasiones, ahora casi olvidadas, me permitieron afrontar, sin tedio y casi con felicidad, una vida mediocre: la música y la arquitectura. No puedo mencionar bienhechores, pero hay un nombre que no me resigno a omitir: el de Medardo Espinoza, conocido insolentemente como Petardo, mi profesor de Artes Plásticas en el Liceo Eduardo de la Barra, donde cursé mis estudios primarios y secundarios. De él extraje mis conocimientos básicos sobre los grandes arquitectos del movimiento moderno: Le Corbusier, Wright, y mi pasión por el dibujo técnico. También en el liceo frecuenté a los clásicos: Cervantes, Lope de Vega, pero confieso que la literatura sólo acrecentó en mí el gusto por lo técnicamente bien escrito, pero no desarrolló un gusto particular por la literatura o la poesía, aunque frecuenté, ocasionalmente, las actividades del grupo de teatro aficionado del liceo, y de allí quedó en mí lo que podríamos llamar una “actitud de actuación”, que ha permanecido en mi vida y que llevó, a mis enemigos y a los que envidiaron mis logros, a decir que toda mi vida no fue más que una actuación, una impostura.

Hacia 196.. entró en mi vida la política. Tempranamente contactado en el liceo por futuros camaradas, miembros de la juventud demócrata cristiana, ya antes de egresar de la enseñanza secundaria yo adhería a la fe de Maritain, y vibraba con los acordes del “Brilla el sol”, el himno partidario. Observa un escritor del siglo XVIII que nadie quiere deber nada a sus contemporáneos; yo, para libertarme de una influencia que presentí opresora, flirteé con los escritos de Marx y Engels, sospechando, equivocadamente, un fondo de conciencia social que pronto, lúcidamente, descarté: había comprendido que el último fin de la política no es la justicia, o la igualdad, sino el ejercicio puro del poder.

Poco diré de esos cortos, pero densos, años de aprendizaje. Entre las clases en el liceo y las reuniones en el local del partido poco tiempo me quedaba para aquello que yo miraba con ojos de superioridad en mis condiscípulos, a saber, el pololeo, el amor, el carrete, como lo llaman hoy mis hijas. Comprendí que la meta de mi vida había de ser el ejercicio del poder, en las instancias y a los niveles en que mi vida se desarrollara. De mi familia despreciaba su casi genética mediocridad, el acostumbramiento pequeño burgués al segundismo, a lo subalterno. Individualmente, mis camaradas y mis condiscípulos me eran odiosos. En vano procuraba razonar que, para el alto fin al que se me llamaba, tales compañías resultaban indiferentes.

Aseveran los teólogos que si la atención del Señor se desviara un solo segundo de mi derecha mano que escribe, ésta recaería en la nada, como si la fulminara un fuego sin luz. Nadie puede ser, digo yo, nadie puede probar una copa de agua o partir un trozo de pan, sin justificación. Para cada hombre, esa justificación es distinta; yo esperaba la contienda política inexorable que nos llevaría por segunda vez al poder, derrotando, quizás definitivamente, a la coalición de izquierda que llevaba como candidato a Salvador Allende. Por el momento, y dada mi juventud, me bastaba con saber que yo sería un soldado en las batallas electorales. Alguna vez temí que la derecha nos robara ese triunfo. Participé activamente en las brigadas de propaganda electoral de la candidatura presidencial de Radomiro Tomic, asistí a todos los actos y concentraciones locales de la campaña, luciendo orgullosamente mi camisa azul, seguro de nuestro triunfo. Entre la izquierda, que levantaba la bandera del socialismo por la vía electoral, y la derecha, que sólo defendía privilegios, no me cabía duda del triunfo de nuestra opción: una posición de centro que, a pesar de usufructuar del slogan de la “revolución en libertad”, no tenía pretensiones más allá de un cierto reformismo dentro del sistema, y aparecía como respetable para las sensibilidades pequeño y medio burguesas. El azar de las multitudes, o el destino, tejió de otra manera mi porvenir. El 4 de septiembre de 1970 triunfó la Unidad Popular, seguida a escasa distancia por la derecha de Jorge Alessandri. Nuestro candidato, y nuestro partido, no tuvieron más que reconocer el triunfo de la izquierda y, mientras la derecha desesperada iniciaba una violenta reacción, que llevaría al asesinato del comandante en jefe del ejército, general Schneider, nuestro partido y sus próceres confiaban en la larga mano del Departamento de Estado norteamericano, que no podría permitir la llegada al poder de la izquierda castro-comunista en Chile, y que ya había gastado enormes cantidades en nuestra fracasada candidatura. Mientras tanto, yo rumiaba este fracaso en los últimos meses de 1970. Símbolo de mi aparentemente vano destino, en la ventana de mi dormitorio dormía un gato, enorme y fofo.

Ni siquiera mi ingreso a la universidad, a principios del siguiente año, a la carrera de arquitectura en la Universidad de Chile en Valparaíso, detuvo mi activa participación partidista. Ya durante el primer semestre, fui elegido delegado del curso. Ello, aún siendo un modesto logro, me permitió un cierto rango en la juventud universitaria del partido. De alli me solicitaban información, que yo entendía necesaria en la lucha política: nombres y cargos de nuestros adversarios, listas que yo entregaba, lo digo en mi defensa, sin imaginar para qué fines serían utilizadas, más adelante. En algún lado leí que todos los hechos que pueden ocurrirle a un hombre, desde el instante de su nacimiento hasta el de su muerte, han sido prefijados por él. Así, toda negligencia es deliberada, todo casual encuentro una cita, toda humillación una penitencia, todo fracaso una misteriosa victoria, toda muerte un suicidio. Mi aparentemente mediocre actividad política respondía a esta comprensión: morir por una religión es más simple que vivirla con plenitud; batallar en Éfeso contra las fieras es menos duro (miles de mártires oscuros lo hicieron) que ser Pablo, siervo de Jesucristo; un acto es menos que todas las horas de un hombre. La batalla y la gloria son facilidades; más ardua que la empresa de Napoleón fue la de Raskolnikov. A principios de 1972 fui nombrado a cargo de la sección de inteligencia política de la juventud regional del partido.

El ejercicio de ese cargo no me fue grato, pero no pequé nunca de negligencia. Nunca pensé en las consecuencias de mi tarea, lo vuelvo a decir en mi descargo. Yo sólo buscaba que una perfecta eficiencia me abriera las puertas de más altos cargos en el partido. Así, poco a poco, pero rápidamente, me transformé en un funcionario de la inteligencia. En este ejercicio, entré en contacto con un mundo que el común de mis camaradas ignoraba: anónimos personajes que no formaban parte de la estructura partidaria me requerían (yo adivinaba que pertenecían a las fuerzas armadas, pero no cuestionaba esa pertenencia), otros, oscuros y miserables, entraban como parte de un ejército de las sombras, bajo mi mando, a infiltrar las filas del enemigo. Todo para mí era lucha política, debo decirlo, no imaginaba que fuera parte de la masacre que venía.

Mientras tanto, giraban sobre nosotros los grandes días y las grandes noches de una guerra gris. Se olía en el aire que respiraba el humo de las batallas que yo no habría de combatir, pero cuyos resultados dependían, en parte, de mi eficiente labor. Mientras tanto, entre los estudios y lo que yo llamaba mi actividad política, poco tiempo me quedaba para mi persona, aunque yo percibía que todo cuanto hacía redundaría en el logro de mis sueños de alcanzar las posiciones que yo sabía destinadas para mí. No hice grandes amistades entre mis condiscípulos, a quienes veía como niños torpes que nada sabían de la “verdadera” política, en el mejor de los casos torpes e ingenuos idealistas. Presentía que no era funcional a mi tarea el hacerme de amistades entre ellos. No obstante, el llamado de los instintos básicos que mueven al hombre no me abandonaba: yo era joven, aunque no muy agraciado, lo sabía, pero también pensaba tener un don de convicción y una simpatía que creía irradiaba un aura de atracción sobre las féminas. No obstante, poco éxito tuve. La diaria labor me servía de consuelo (yo, quizás, nunca fui plenamente feliz, pero es sabido que la desventura requiere paraísos perdidos). No hay hombre que no aspire a la plenitud, es decir a la suma de experiencias de que un hombre es capaz; no hay hombre que no tema ser defraudado de alguna parte de ese patrimonio infinito. Pero nuestra generación todo lo tuvo: algunos la victoria, otros el amor, otros (muchos) el martirio. En octubre de 1972, acosada por múltiples enemigos, la Unidad Popular comenzaba su agonía: su mano estaba contra todos y las manos de todos contra ella. Menos de un año después llegaba a su fin. En octubre de 1973, a escasas semanas del golpe de estado, siendo aún un estudiante de tercer año, fui nombrado en el recién estrenado cargo de coordinador de la carrera. Sentí, con razón, que había llegado mi hora. Mi poder se extendía sobre esa pequeña comunidad que era la carrera de arquitectura. Me jacté (fue un error, ahora puedo darme cuenta) ante quienes yo pensaba simpatizaban conmigo, de ser yo quien decidía quien permanecía o quien se iba de la universidad, quien con su pasado rojo podía volver y quien debía irse para siempre. Mis informes, ahora lo sé, creédmelo, llevaron a la prisión, a la ruina, al exilio e incluso a la muerte, a alumnos y profesores. Yo hice uso de ese poder para adelantar mi carrera. De este modo aprobé por secretaría los ramos que había reprobado por cátedra. No veía en ello inmoralidad, sino sólo los instrumentos que el destino me entregaba para cumplir con mis altas metas. De este modo, una vez superadas las sucias tareas que debí cumplir, sin ver en ello más que lo ya señalado, fui el primero de mi generación en titularse. No tuve problemas en abrirme paso en el difícil medio profesional de los primeros años 80: una red de contactos políticos adquiridos en los años anteriores me apoyaba. Y mi hora, lo sabía, se acercaba. Mientras tanto, laboraba para estar en la cima, cualquiera ella fuera. Dejé que mi socio, compañero de curso y único entrañable amigo Lucho Castro, el único amigo que de verdad alguna vez tuve, perdiera todo su patrimonio para rescatar de la quiebra una constructora que compartimos (la constructora, no la quiebra, yo no tenía patrimonio que perder, Lucho sí). Cuando la dictadura comenzó su caída, fui “arquitecto por la democracia”, y me situé, por arte de magia, en el otro bando, cuando ya no era peligroso, sin dejar de mantener, con mi sonrisa y mis modos diplomáticos, los contactos en ambos lados. Fui jefe de gabinete del primer intendente de Valparaíso en la recién estrenada democracia, me hice mano derecha del ministro Ravinet y, en tan buena situación, llegué a cargos ministeriales. Me hice temido y odiado, adulado por muchos que sólo deseaban mi desgracia. No la pudieron ver, por muchos años, y su rencor por mí no hizo más que crecer. Por décadas creí haber alcanzado la fórmula del triunfo. Ejercí ese poder funcionario que era todo lo que yo deseé siempre. Hasta que la lenta, pero larga, mano de la justicia de los hombres me alcanzó. El rencor siempre creciente, el desgaste del poder, permitieron que mi historia saliera a la luz, pasados más de treinta años de esos hechos oscuros, que yo había olvidado. Cuando fui citado a declarar por primera vez en el proceso por la desaparición de unos miristas, para mí ya olvidados, no sentí temor, sino alivio. Había probado y alcanzado todo lo que me había propuesto, y mi vida parecía haber llegado a un estado de plenitud que, ahora lo sé, era como un globo inflado, lleno de aire, henchido de la nada.

Se ha dicho que todos los hombres nacen aristotélicos o platónicos. Ello equivale a declarar que no hay debate de carácter abstracto que no sea un momento de la polémica de Aristóteles y Platón; a través de los siglos y latitudes, cambian los nombres, los dialectos, las caras, pero no los eternos antagonistas. También la historia de los pueblos registra una continuidad secreta. Lautaro, cuando ejecutó a Valdivia en las colinas de Arauco, no se sabía precursor de una república chilena. Balmaceda, al reprimir a sus opositores congresistas, no sabía que algún día quienes veían en él un paradigma histórico serían atrozmente reprimidos. Pinochet creyó salvar al país, pero acabó bañándolo en la sangre de los chilenos. Chile se moría de idealismo, y de esa enfermedad del idealismo, que es la pasión revolucionaria. Nosotros, aquellos que pensaban como yo, le hemos enseñado la traición y el acomodo, la hipocresía y el cinismo. Esa hipocresía y ese cinismo que ahora nos ahogan, desde las más altas autoridades hasta el roto más humilde de la calle, y somos comparables al hechicero que teje un laberinto y que se ve forzado a errar en él hasta el fin de sus días, o a David, que juzga a un desconocido y lo condena a muerte, y oye después esta revelación: Tú eres aquel hombre. Muchas cosas hay aún que demoler para edificar nuestro poder; ahora sé que Chile era una de esas cosas. Hemos dado algo más que nuestros oscuros y viles afanes, hemos dado la suerte de nuestro país. Y lo más asombroso es que nadie maldiga, que nadie llore por ese otro Chile que enterramos; a mí me regocija que nuestro don sea orbicular y perfecto.

Se cierne ahora sobre Chile una época implacable. Nosotros la forjamos, aunque ahora seamos su víctima. ¿Qué importa que los Estados Unidos sean el martillo y nosotros el yunque?. Lo importante es que rija la hipocresía, el cinismo y la medianía, no las estúpidas ilusiones de los idealistas. Si la grandeza y la soberanía no son para Chile, que sean para otras naciones. Que el cielo exista, aunque nuestro lugar sea el infierno.

Miro mi cara en el espejo para saber quién soy, para saber cómo me portaré cuando llegue mi hora, cuando me enfrente con mi oscuro fin. Mi carne no tiene miedo; yo, sí.

No hay comentarios:

Publicar un comentario