lunes, 28 de junio de 2010

EZRA POUND - CANTOS PROHIBIDOS


Canto LXXII
Presencia

Cuando se comienza a recordar la guerra de mierda
ciertos hechos resucitan. Dios, al principio,
el gran esteta, después de crear cielo y mundo,
luego del ocaso volcánico y de pintar
las rocas con líquenes al modo nipón,
cagó al gran usurero Satán- Gerión, arquetipo
de los amos de Churchill. Y me viene ahora a cantar
en jerga tosca (no a (h) antar `oscano) porque
ya muerto viene Felipe Tomás a decirme:
“Bueno, morí,
pero no quiero llegar al Paraíso, sino combatir aún.
Quiero tu cuerpo, para seguir el combate”.

Respondí: “ Tomás, mi cuerpo es viejo,
luego a dónde iría? Necesito el cuerpo.
Pero te haré sitio en el Canto, te daré la palabra;
mas si quieres aún combatir, vé; toma a un jovencillo;
pillete hualquier zovenzuelo, afeitado e imbécil
para darle un poco de valor, algo de cerebro,
para dar a Italia otro héroe entre tantos;
así renacerías, al volverte pantera,
conocer la binacencia, por segunda vez morir,
no morir viejo en la cama,
sino morir al son de la batalla
para alcanzar el Paraíso.
Pasaste el Purgatorio
con la traición, en los días de Septiembre
Veintiunésimo,
en los zías del desplome.
Vé! Vé a hacerte héroe de nuevo.
Déjame la palabra.
Déjame explicar,
hacer el canto de la guerra eterna
entre luz y fango.
Adiós, Marinetti!
Habla cuando gustes.”
“PRESENTE”.
Y, después de gritar, agregó triste:
“Tanta hueca vanidad,
más espectáculo que sabiduría,
no conocí a los antiguos sabios, tampoco leí
palabras de Confucio ni de Mencio.
Canté la guerra, cuando querías la paz,
ciegos!,
falté a lo interno, tú a lo actual.”
Me hablaba
sólo en parte, no al vecino,
parte de sí autodialogaba
y no de su centro; y de gris
su sombra se volvió más gris
hasta que de otro tono de la gama
salió de la diáfana muesca vacía:
“Lanzan las narices espíritus de flama”.
Yo:
“Veniste, Torcuato Dazzi
a arrullar con versos
que tradujiste hace veinte años para despertar a Musato?
Haces pareja con Marinetti
amaron en exceso, él al porvenir
y tú al pasado.
Sobrequerer produce sobreefecto
por desdicha mucho, él quería destruir
y ahora vemos ruinas más que su querer.”
Pero el primer espíritu impaciente
como quien porta noticia urgente
ni soporta asunto de menor urgencia
reanudó, y reconocí la voz de Marinetti
como la sintió Lungotevere, en la Plaza Adriana:
“Vé! Vé!
Desde Macallè en el borde extremo
del gobi, blanca sobre la arena, una calavera
CANTA
al parecer incansable, canta, y canta:
- Alamein! Alamein!
Regresaremos!
R e g r e s a r e m o s ¡”
“Lo creo”, dije,
y supongo que se calmó con la respuesta.
Pero el otro espíritu se repetía
con:
“casi un toro”….
(un verso del Ecerinis
traducido del latín).
No terminó
el verso.
Porque todo el aire se agitó y toda la sombra
con estrépito,
y como trueno que la lluvia estorba
saeteaba frases sin sentido. Hasta que con crujido
como en casco hundido cuando el rayo lo alcanza
que precede quizás la muerte
y en todo caso gran pena,
lo oí crepitar estridente:
“Calumnia güelfa, y siempre tu arma
fue la calumnia, y es, y no de ayer.
Furia la guerra antigua en Romaña,
el estiércol llega hasta Boloña
con estupro y fuego, y a donde el caballo se baña
son marroquíes y demás inmundicia
que nombrar avergüenza,
tanto que el polvo sepulto se encierra
en lo profundo, y muere, y expira,
y, para arrojar al extranjero, anhela
revivir.
Porquerías vi muchas en mi tiempo,
la historia se ejemplifica en serie puerca
de traición a la ciudad o la provincia
pero este mediofeto
vendió a toda Italia y al Imperio!
Rimini ardió y Forli destruida,
quién verá el sepulcro de Gemisto
que tan sabio fue, aunque griego?
Caídos los arcos y calcinados los muros
del arcano lecho de la divina Ixotta. . .”
“Quién eres?”, exclamé,
contra la furia dela tempestad,
“Eres tú Segismundo?”
Pero no me escuchó,
furioso:
“Más pronto se mondará la Sede
de un Borgia que de un Pacelli.
Hijo de usurero fue Sixto
y todo su revoltijo
del negador Pedro dignos secuaces,
grasos de usura y de óptimos contratos!
Ahora vienen a mugir que Farinacci!
tiene manos toscas, porque es comehojas.
Tiene una mano tosca, pero dio la otra,
honrando a los héroes,
tantos que son: Tellera, Maletti,
Miele, De Carolis y Lorenzini,
Guido Piacenza, Orsi y Pedrieri,
y Baldessarre, Borsarelli y Volpini,
para sólo nombrar generales.
Hijo de banquero fue Clemente, y nato
de usurero el Décimo León. . .”
“Quién eres?”, exclamé.
“Soy aquel Ezzelino, quien no creyó
que el mundo fuera creación de un hebreo.
Si de otro abrupto soy reo
hoy poco te importa.
Me traicionó quien a tu amigo tradujo.
Musato, escribió
que soy hijo del Orco,
y si crees semejante patraña
cualquier zanahoria te hará burro.
El bello Adonis murió por un puerco
al hacer llorar a la Cipriana bella.
Si jugué con la razón
diré que un buey de matadero,
o del zoológico, vale un pichón;
quien de las fábulas toma placer y goce
dirá que el animal no hace la religión.
Una sola mentira cuenta más en este mal mundo
que mis cóleras : todos! Araña, arañucha!
saca a esa bestia de su agujero,
acaso no esta:
bestia humana ama la traba?
Si el emperador hizo tal donación,
Bizancio fue madre del enredo,
lo hizo sin forma y contra la ley,
escindiéndola de sí como de lo justo;
ni César a sí mismo se quebró,
ni Pedro piedra fue antes que Augusto
que tuvo toda la función y la virtud.
Con ley da sólo el posedente,
y el caso gibelino lo supo el florentino.”
Y como ondas que llegan de varios transmisores
sentí entonces
voces mezclada, y con frases rotas,
y muchos pájaros en contrapunto
en la mañana estival,
entre cuyo chirrido
con tono suave:
“Placidia fui, bajo el oro dormía.”
Soñaba como nota de tensa cuerda.
“Melancolía de mujer y la dulzura”. . .
comencé
mas tenía la piel convulsa
en la espalda,
y la muñeca presa
en tan férreo lazo
que mover no pude
mano ni hombro, y para aferrar la muñeca
vi un puño
y no el antebrazo
que me mantuvo como clavo en muro;
me cree insulso el que no hizo la prueba.
Y luego la voz primera que enfurecía
me dijo feroz, digo feroz, no hostil,
sino casi paternal, como quien explica
a media batalla cuando hay un joven inexperto:
“La voluntad es antigua, pero la mano nueva.
Espera!, mírame, antes de que retorne
en la noche.

Donde la calavera canta
volverá la infantería, volverán las banderas.”


Canto LXXIII
Cavalcanti
Correspondencia republicana

Y después dormí
y al despertar en el aire opaco
vi y sentí
y lo que veía me pareció andar a caballo,
y sentí:
“No me place
que muera mi raza
enfangada en la vergüenza
gobernada por carroña
y perjura.
Roosevelt, Churchill y Eden
bastardos y hebreuchos
ávidos y embusteros todos
y el pueblo exprimido en todo
e idiota!
Morí en Sarzana
espero la diana
del desquite.
Soy el Guido que amaste
por mi espíritu altivo
y la lucidez de mi entendimiento.
De la Cipriena esfera
conocí el fulgor
ya cabalgando
(nunca postillón)
por la vía del Borgo,
es decir,
la ciudad doliente
(Florencia)
siempre dividida,
gente ligera y enfadosa,
raza de esclavos!
Pasé por Arimino
y hallé un espíritu valiente
que cantaba como encantado
de gozo!
Era una campesinita
algo burda, pero bella
que iba del brazo de dos alemanes
y cantaba,
cantaba amores
sin necesidad
de ir al cielo.
Condujo a los canadienses
al campo minado
donde estaba el Templo
de la bella Ixotta.
Caminaban de cuatro o cinco
y yo codiciaba
aún el amor,
pese a mis años.
Así son las jóvenes
en la Romaña.
Llegaban canadienses
a “expulsar” alemanes,
a arruinar lo que restaba
de la ciudad de Rimini;
preguntaron por la calle
hacia la Vía Emilia
a una joven
una joven violada
poco antes por esa canalla.
- Bien!, bien!, soldados!
Ésta es la calle.
Vamos, vamos
a la Vía Emilia!
Con ellos proseguía.
Su hermano cavó
los hoyos para las minas,
hacia el mar.
Hacia el mar la joven,
algo burda, pero bella,
conduce a la tropa.
Qué brava niña, qué brava muñeca!
Daba un melindre
por amor puro,
qué heroína!
Desafiaba a la muerte
conquistó la suerte
peregrina.
Algo burda, pero no tanto,
logró la meta.
Qué esplendor!
Al infierno el enemigo,
veinte muertos,
también la joven
entre esa canalla,
a salvo los prisioneros.
El valeroso espíritu
de la muñeca
cantaba, cantaba
encantada de goce,
entonces en la calle
que lleva hacia el mar.
Gloria de la patria
Gloria!, gloria!
Morir por la patria
en la Romaña!
Los muertos no mueren,
regresaré
del tercer cielo
para ver la Romaña,
para ver la montaña
durante el desquite,
qué bello invierno!

En el septentrión renace la patria,
Pero qué joven!,
qué jóvenes,
qué jóvenes,
portan
el negro!”




Trazo inédito del Canto LXXIII



Lluvia nocturna y cielo Biddle
“Algo de expresión obstinada
no exento de gracia
no exento de gracia
sobre la faz de John Adams en su frontispicio
y tendría que ver con “fondeo”
fondeando, como en la jerga de entonces.

“Qué tan viejo?
Qué tan alto -eh
Wu –qué lo hace prodigio?”
La Torre di Pisa
en la empañada mente de la apelación-enferma
La “selva oscura” (Turguéniev) la selva. . .
o un cielo como otoñal feldespato
cuando el sol reposa.

y tú padre Ascreus vienes
cerca del día de mi cumpleaños
dos amigos, nuevos amigos:
esta damabichosa no rojiza morena, sino amarilla
manchas negras que extiende en su cabeza como tortuga
y esta avispa con amarillas bandas
aux yeux fleur-de-tête
en éxtasis sobre mi mermelada dispersa
exuberante como cachorro
y a gea la magnificente mi gratitud por dos excelentes setas
mientras en la próxima alba lluviosa
bajo la larga línea de horcas
las luces del área penal
como cierta Jersey City por Lete
más mis apologías de Hugo, via “Bartlett”:
“Las abejas recogen miel como la luz el alma”
Augurelo : flos collegit rerum. Nov.”
Mi mente estirada al punto de estallar
con esta desmesura,
con la persistencia de la venta de armas
Qué pájaro chilla en noviembre después de la lluvia?
INCIPIENTE VIDA NUEVA:
Té en Norah
y luego en el aeropuerto
“qué haremos? Sin oficiales
y en Sette Bagni el buen pan gratis
.después de Roma-
gratis ese huevo
o aquellas uvas
o ese doble minestrone
“Cosa fanno a Roma?”
me quedaría por la noche,
y el primer día guardaban la carga
y el segundo desecharon
toda impedimenta militar
de hecho toda impedimenta
prestos a escapar en ropa interior,
una noche bajo las estrellas
una en una banca en Rieti
otra en la plataforma de Bolonia
después la comida en la trattoria del amigo del taxista
Lo sfacelo, entendió por qué Hem lo escribió,
sus valores.

Para que sea evidente
hasta para el ingenuo
Que si gastas diez billones
comprando a treinta y cinco dólares
en vez de a veintiuno sesenta
quedan cuatro billones de ganancia
Algunos irán a Mocatta
(los moscovitas también venden)
aunque nuestro Tesoro no tiene conocimiento oficial
de que alguien mantenga la última firma activa
antes de la compra del Tesoro

Me dijeron: “Oh, no/” y en junio de 39 en Greenwich Connecticut
“Oh, no, ellos (es decir, Eden y Churchill)
entrarán al gobierno
para que la guerra principie
entonces por qué detenerse en Standard Oil y Von Schröder

a cuenta de un menor xxxxxxxxxxx (palabra en griego)
Y como réplica, Stalin:
confiaré en el americano.

Era el oro y la plata
y la inutilidad de los préstamos

y recordé que en cierto punto de la conversación
dije:
“Buen Dios/no dirás
que son peores que la otra banda?
Y él (Borah) respondió: N-o-o
No diría/ eso pero
no puedo trabajar con ellos.
Y años después, al menos para algunos quedó claro
que si el Tesoro hace los préstamos
en lugar de los prestamistas privados
los intereses ingresarían al Tesoro
y reducirían por el monto la necesidad de impuestos nacionales
el señor Borah nunca fue considerado honesto
en ciertos barrios

verso la sera cuando un hombre proyecta sombras de cuarenta pies
nuestro cielo pisano colorea de azul todos los charcos
luego las nubes montañesas se elevan sobre la cordillera rocosa
que cuadruplican
y el S.E. el heredero del fuego, el 11 de noviembre
Así el viejo Emperador dijo a Shun

el énfasis ideogramático en el componente de abajo


“si puedes preservar la paz entre
esos dos gatos infernales
no tendrás problema al gobernar el Imperio.

Magnanimidad/magnanimidad/
sé que exijo mucho

Gaudier, Hulme idos en esa
el joven Dolmetsch y Angold en ésta
y los italianos
“desinteresados
en combatir a extranjeros,
sólo interesados en pelear uno contra otro”
Olga Rudge dixit, que los conoce

y pudo evitarse si
Joe Davies hubiese ido a Berlín en vez de Moscú

“ahora
danos la paz.

Si la escarcha ase tu tienda
darás gracias al terminar la noche.

Italia, mi Italia, Dios mío, mi Italia
Ti abbraccio la terra santa.

EZRA POUND

YUKIO MISHIMA

REQUIEM POR CHILE
(Plagio descarado en homenaje a Jorge Luis Borges, del Deutsches Requiem )

Aunque Él me quitare la vida, en Él confiaré.
Job 13:15


Mi nombre es Humberto Gutiérrez Murúa. Uno de mis antepasados, Nicanor Gutiérrez, fue soldado raso del batallón que apresó al ministro Portales y luego lo asesinó en Placeres, en 1837. Mi bisabuelo materno, Reinaldo Murúa, asistió, callada y anónimamente, a los casi secretos funerales de José Manuel Balmaceda, en 1891, habiendo sido funcionario menor de una repartición de su gobierno y encontrándose, a la sazón, cesante, tras la derrota del balmacedismo en la guerra civil. Mi padre, Clodoveo Gutiérrez, llegó a ser subinspector del servicio de aduanas, y en ese cargo jubiló. En cuanto a mí, he sido procesado por torturador y delator. El tribunal ha procedido con rectitud; desde el principio, yo me he declarado culpable. Le he pedido a mi abogado que no apele de la sentencia, que no ha sido menor: veinte años de presidio mayor en su grado medio. Cumpliré ochenta años en la prisión, si es que aún vivo. Antes de ello, fui funado en diversas ocasiones en mi hogar de Viña del Mar y en mi trabajo en Valparaíso. Hoy, cuando ya no hay dudas sobre mi porvenir, he pensado en mis antepasados. De alguna manera soy su sombra, de algún modo soy ellos.

Durante el juicio (que afortunadamente fue corto) no hablé. Justificarme era imposible, ya que yo mismo no tenía la convicción necesaria. Las pruebas, por otra parte, eran abrumadoras. De modo que callé, para no contaminar de cobardía mi ya proclamada vileza. Ahora, que ya estoy condenado, puedo hablar sin temor. No pretendo ser perdonado, porque no encuentro culpa en mí, pero quiero ser comprendido. Quienes sepan oírme, comprenderán la historia de Chile, y su futuro. Ya sé que casos como el mío, antes excepcionales, hoy son asombrosamente triviales. En algunos años, anónimamente, moriré en prisión, pero soy un símbolo de las generaciones venideras.

Nací en Valparaíso, en 195… Dos pasiones, ahora casi olvidadas, me permitieron afrontar, sin tedio y casi con felicidad, una vida mediocre: la música y la arquitectura. No puedo mencionar bienhechores, pero hay un nombre que no me resigno a omitir: el de Medardo Espinoza, conocido insolentemente como Petardo, mi profesor de Artes Plásticas en el Liceo Eduardo de la Barra, donde cursé mis estudios primarios y secundarios. De él extraje mis conocimientos básicos sobre los grandes arquitectos del movimiento moderno: Le Corbusier, Wright, y mi pasión por el dibujo técnico. También en el liceo frecuenté a los clásicos: Cervantes, Lope de Vega, pero confieso que la literatura sólo acrecentó en mí el gusto por lo técnicamente bien escrito, pero no desarrolló un gusto particular por la literatura o la poesía, aunque frecuenté, ocasionalmente, las actividades del grupo de teatro aficionado del liceo, y de allí quedó en mí lo que podríamos llamar una “actitud de actuación”, que ha permanecido en mi vida y que llevó, a mis enemigos y a los que envidiaron mis logros, a decir que toda mi vida no fue más que una actuación, una impostura.

Hacia 196.. entró en mi vida la política. Tempranamente contactado en el liceo por futuros camaradas, miembros de la juventud demócrata cristiana, ya antes de egresar de la enseñanza secundaria yo adhería a la fe de Maritain, y vibraba con los acordes del “Brilla el sol”, el himno partidario. Observa un escritor del siglo XVIII que nadie quiere deber nada a sus contemporáneos; yo, para libertarme de una influencia que presentí opresora, flirteé con los escritos de Marx y Engels, sospechando, equivocadamente, un fondo de conciencia social que pronto, lúcidamente, descarté: había comprendido que el último fin de la política no es la justicia, o la igualdad, sino el ejercicio puro del poder.

Poco diré de esos cortos, pero densos, años de aprendizaje. Entre las clases en el liceo y las reuniones en el local del partido poco tiempo me quedaba para aquello que yo miraba con ojos de superioridad en mis condiscípulos, a saber, el pololeo, el amor, el carrete, como lo llaman hoy mis hijas. Comprendí que la meta de mi vida había de ser el ejercicio del poder, en las instancias y a los niveles en que mi vida se desarrollara. De mi familia despreciaba su casi genética mediocridad, el acostumbramiento pequeño burgués al segundismo, a lo subalterno. Individualmente, mis camaradas y mis condiscípulos me eran odiosos. En vano procuraba razonar que, para el alto fin al que se me llamaba, tales compañías resultaban indiferentes.

Aseveran los teólogos que si la atención del Señor se desviara un solo segundo de mi derecha mano que escribe, ésta recaería en la nada, como si la fulminara un fuego sin luz. Nadie puede ser, digo yo, nadie puede probar una copa de agua o partir un trozo de pan, sin justificación. Para cada hombre, esa justificación es distinta; yo esperaba la contienda política inexorable que nos llevaría por segunda vez al poder, derrotando, quizás definitivamente, a la coalición de izquierda que llevaba como candidato a Salvador Allende. Por el momento, y dada mi juventud, me bastaba con saber que yo sería un soldado en las batallas electorales. Alguna vez temí que la derecha nos robara ese triunfo. Participé activamente en las brigadas de propaganda electoral de la candidatura presidencial de Radomiro Tomic, asistí a todos los actos y concentraciones locales de la campaña, luciendo orgullosamente mi camisa azul, seguro de nuestro triunfo. Entre la izquierda, que levantaba la bandera del socialismo por la vía electoral, y la derecha, que sólo defendía privilegios, no me cabía duda del triunfo de nuestra opción: una posición de centro que, a pesar de usufructuar del slogan de la “revolución en libertad”, no tenía pretensiones más allá de un cierto reformismo dentro del sistema, y aparecía como respetable para las sensibilidades pequeño y medio burguesas. El azar de las multitudes, o el destino, tejió de otra manera mi porvenir. El 4 de septiembre de 1970 triunfó la Unidad Popular, seguida a escasa distancia por la derecha de Jorge Alessandri. Nuestro candidato, y nuestro partido, no tuvieron más que reconocer el triunfo de la izquierda y, mientras la derecha desesperada iniciaba una violenta reacción, que llevaría al asesinato del comandante en jefe del ejército, general Schneider, nuestro partido y sus próceres confiaban en la larga mano del Departamento de Estado norteamericano, que no podría permitir la llegada al poder de la izquierda castro-comunista en Chile, y que ya había gastado enormes cantidades en nuestra fracasada candidatura. Mientras tanto, yo rumiaba este fracaso en los últimos meses de 1970. Símbolo de mi aparentemente vano destino, en la ventana de mi dormitorio dormía un gato, enorme y fofo.

Ni siquiera mi ingreso a la universidad, a principios del siguiente año, a la carrera de arquitectura en la Universidad de Chile en Valparaíso, detuvo mi activa participación partidista. Ya durante el primer semestre, fui elegido delegado del curso. Ello, aún siendo un modesto logro, me permitió un cierto rango en la juventud universitaria del partido. De alli me solicitaban información, que yo entendía necesaria en la lucha política: nombres y cargos de nuestros adversarios, listas que yo entregaba, lo digo en mi defensa, sin imaginar para qué fines serían utilizadas, más adelante. En algún lado leí que todos los hechos que pueden ocurrirle a un hombre, desde el instante de su nacimiento hasta el de su muerte, han sido prefijados por él. Así, toda negligencia es deliberada, todo casual encuentro una cita, toda humillación una penitencia, todo fracaso una misteriosa victoria, toda muerte un suicidio. Mi aparentemente mediocre actividad política respondía a esta comprensión: morir por una religión es más simple que vivirla con plenitud; batallar en Éfeso contra las fieras es menos duro (miles de mártires oscuros lo hicieron) que ser Pablo, siervo de Jesucristo; un acto es menos que todas las horas de un hombre. La batalla y la gloria son facilidades; más ardua que la empresa de Napoleón fue la de Raskolnikov. A principios de 1972 fui nombrado a cargo de la sección de inteligencia política de la juventud regional del partido.

El ejercicio de ese cargo no me fue grato, pero no pequé nunca de negligencia. Nunca pensé en las consecuencias de mi tarea, lo vuelvo a decir en mi descargo. Yo sólo buscaba que una perfecta eficiencia me abriera las puertas de más altos cargos en el partido. Así, poco a poco, pero rápidamente, me transformé en un funcionario de la inteligencia. En este ejercicio, entré en contacto con un mundo que el común de mis camaradas ignoraba: anónimos personajes que no formaban parte de la estructura partidaria me requerían (yo adivinaba que pertenecían a las fuerzas armadas, pero no cuestionaba esa pertenencia), otros, oscuros y miserables, entraban como parte de un ejército de las sombras, bajo mi mando, a infiltrar las filas del enemigo. Todo para mí era lucha política, debo decirlo, no imaginaba que fuera parte de la masacre que venía.

Mientras tanto, giraban sobre nosotros los grandes días y las grandes noches de una guerra gris. Se olía en el aire que respiraba el humo de las batallas que yo no habría de combatir, pero cuyos resultados dependían, en parte, de mi eficiente labor. Mientras tanto, entre los estudios y lo que yo llamaba mi actividad política, poco tiempo me quedaba para mi persona, aunque yo percibía que todo cuanto hacía redundaría en el logro de mis sueños de alcanzar las posiciones que yo sabía destinadas para mí. No hice grandes amistades entre mis condiscípulos, a quienes veía como niños torpes que nada sabían de la “verdadera” política, en el mejor de los casos torpes e ingenuos idealistas. Presentía que no era funcional a mi tarea el hacerme de amistades entre ellos. No obstante, el llamado de los instintos básicos que mueven al hombre no me abandonaba: yo era joven, aunque no muy agraciado, lo sabía, pero también pensaba tener un don de convicción y una simpatía que creía irradiaba un aura de atracción sobre las féminas. No obstante, poco éxito tuve. La diaria labor me servía de consuelo (yo, quizás, nunca fui plenamente feliz, pero es sabido que la desventura requiere paraísos perdidos). No hay hombre que no aspire a la plenitud, es decir a la suma de experiencias de que un hombre es capaz; no hay hombre que no tema ser defraudado de alguna parte de ese patrimonio infinito. Pero nuestra generación todo lo tuvo: algunos la victoria, otros el amor, otros (muchos) el martirio. En octubre de 1972, acosada por múltiples enemigos, la Unidad Popular comenzaba su agonía: su mano estaba contra todos y las manos de todos contra ella. Menos de un año después llegaba a su fin. En octubre de 1973, a escasas semanas del golpe de estado, siendo aún un estudiante de tercer año, fui nombrado en el recién estrenado cargo de coordinador de la carrera. Sentí, con razón, que había llegado mi hora. Mi poder se extendía sobre esa pequeña comunidad que era la carrera de arquitectura. Me jacté (fue un error, ahora puedo darme cuenta) ante quienes yo pensaba simpatizaban conmigo, de ser yo quien decidía quien permanecía o quien se iba de la universidad, quien con su pasado rojo podía volver y quien debía irse para siempre. Mis informes, ahora lo sé, creédmelo, llevaron a la prisión, a la ruina, al exilio e incluso a la muerte, a alumnos y profesores. Yo hice uso de ese poder para adelantar mi carrera. De este modo aprobé por secretaría los ramos que había reprobado por cátedra. No veía en ello inmoralidad, sino sólo los instrumentos que el destino me entregaba para cumplir con mis altas metas. De este modo, una vez superadas las sucias tareas que debí cumplir, sin ver en ello más que lo ya señalado, fui el primero de mi generación en titularse. No tuve problemas en abrirme paso en el difícil medio profesional de los primeros años 80: una red de contactos políticos adquiridos en los años anteriores me apoyaba. Y mi hora, lo sabía, se acercaba. Mientras tanto, laboraba para estar en la cima, cualquiera ella fuera. Dejé que mi socio, compañero de curso y único entrañable amigo Lucho Castro, el único amigo que de verdad alguna vez tuve, perdiera todo su patrimonio para rescatar de la quiebra una constructora que compartimos (la constructora, no la quiebra, yo no tenía patrimonio que perder, Lucho sí). Cuando la dictadura comenzó su caída, fui “arquitecto por la democracia”, y me situé, por arte de magia, en el otro bando, cuando ya no era peligroso, sin dejar de mantener, con mi sonrisa y mis modos diplomáticos, los contactos en ambos lados. Fui jefe de gabinete del primer intendente de Valparaíso en la recién estrenada democracia, me hice mano derecha del ministro Ravinet y, en tan buena situación, llegué a cargos ministeriales. Me hice temido y odiado, adulado por muchos que sólo deseaban mi desgracia. No la pudieron ver, por muchos años, y su rencor por mí no hizo más que crecer. Por décadas creí haber alcanzado la fórmula del triunfo. Ejercí ese poder funcionario que era todo lo que yo deseé siempre. Hasta que la lenta, pero larga, mano de la justicia de los hombres me alcanzó. El rencor siempre creciente, el desgaste del poder, permitieron que mi historia saliera a la luz, pasados más de treinta años de esos hechos oscuros, que yo había olvidado. Cuando fui citado a declarar por primera vez en el proceso por la desaparición de unos miristas, para mí ya olvidados, no sentí temor, sino alivio. Había probado y alcanzado todo lo que me había propuesto, y mi vida parecía haber llegado a un estado de plenitud que, ahora lo sé, era como un globo inflado, lleno de aire, henchido de la nada.

Se ha dicho que todos los hombres nacen aristotélicos o platónicos. Ello equivale a declarar que no hay debate de carácter abstracto que no sea un momento de la polémica de Aristóteles y Platón; a través de los siglos y latitudes, cambian los nombres, los dialectos, las caras, pero no los eternos antagonistas. También la historia de los pueblos registra una continuidad secreta. Lautaro, cuando ejecutó a Valdivia en las colinas de Arauco, no se sabía precursor de una república chilena. Balmaceda, al reprimir a sus opositores congresistas, no sabía que algún día quienes veían en él un paradigma histórico serían atrozmente reprimidos. Pinochet creyó salvar al país, pero acabó bañándolo en la sangre de los chilenos. Chile se moría de idealismo, y de esa enfermedad del idealismo, que es la pasión revolucionaria. Nosotros, aquellos que pensaban como yo, le hemos enseñado la traición y el acomodo, la hipocresía y el cinismo. Esa hipocresía y ese cinismo que ahora nos ahogan, desde las más altas autoridades hasta el roto más humilde de la calle, y somos comparables al hechicero que teje un laberinto y que se ve forzado a errar en él hasta el fin de sus días, o a David, que juzga a un desconocido y lo condena a muerte, y oye después esta revelación: Tú eres aquel hombre. Muchas cosas hay aún que demoler para edificar nuestro poder; ahora sé que Chile era una de esas cosas. Hemos dado algo más que nuestros oscuros y viles afanes, hemos dado la suerte de nuestro país. Y lo más asombroso es que nadie maldiga, que nadie llore por ese otro Chile que enterramos; a mí me regocija que nuestro don sea orbicular y perfecto.

Se cierne ahora sobre Chile una época implacable. Nosotros la forjamos, aunque ahora seamos su víctima. ¿Qué importa que los Estados Unidos sean el martillo y nosotros el yunque?. Lo importante es que rija la hipocresía, el cinismo y la medianía, no las estúpidas ilusiones de los idealistas. Si la grandeza y la soberanía no son para Chile, que sean para otras naciones. Que el cielo exista, aunque nuestro lugar sea el infierno.

Miro mi cara en el espejo para saber quién soy, para saber cómo me portaré cuando llegue mi hora, cuando me enfrente con mi oscuro fin. Mi carne no tiene miedo; yo, sí.

CORONEL LAWRENCE

CORONEL LAWRENCE

El Coronel Lawrence (Lawrence de Arabia)


Vulgarmente se conoce a Thomas Edward Lawrence como aquel inglés, miembro del Servicio de Información militar del Ministerio de Asuntos Exteriores británico que, habiéndole sido encomendada una misión de inteligencia al interior de la rebelión árabe contra el imperio turco, en 1916, se transformó en su inspirador y líder indiscutido, llevándole a la victoria en 1910, con la entrada de las tropas rebeldes en Damasco. La leyenda y la cinematografía nos entregan la imagen del joven guerrero (tenía 26 años al comenzar su misión) vestido a la usanza árabe, compartiendo con sus tropas costumbres, privaciones y peligros, y dirigiendo con sabiduría y psicología a este conjunto de hombres animados por pasiones y anhelos turbulentos y, a veces, contrapuestos. Quizás algunos sepan también de su oscura y anónima muerte, en un accidente de motocicleta en la camppiña inglesa; de sus años de anonimato, como miembro de la Real Fuerza Aérea, anonimato voluntariamente elegido como expiación de quien sabe qué culpas, asumidas hasta los límites de la autonegación.




Poco se conoce de la compleja y genial personalidad de este hombre, de su brillante genio literario, de las motivaciones que le empujaron a actuar como lo hizo, de su disposición a asumir los peores riesgos y las humillaciones más intolerables para un ser humano, de su ascetismo, más propio de un monje que de un soldado. En su obra “Los Siete Pilares de la Sabiduría”, una delas cumbres literarias de este siglo, T.E. Lawrence ha dejado el testimonio de su experiencia vital de la rebelión árabe. Como dijo Bernard Shaw, “el genio de Lawrence incluía el genio literario”. Después de haber vivido la rebelión en el desierto, la escribió. Y el resultado, según el mismo Shaw, a quién Lawrence confió el manuscrito, fue una obra maestra que, no obstante, parece tan poco apta para agradar a la prensa como para ser gustada por un público que no tiene tiempo de leer un volumen de 660 páginas, cada uno de cuyos capítulos merece reflexión. Poco importa. En “Los Siete Pilares de la Sabiduría” vive Lawrence, y a través de este libro seguirá viviendo. No para la prensa ávida de noticias sensacionales y de actualidades, ni para la gran masa del público que sólo pide a la lectura lo que pide al cine: una distracción. No para esos dos monstruos, de quienes él fue ídolo y víctima, sino para los que buscan en los grandes libros el aire necesario a sus pulmones. Conozcamos pues un poco de este hombre.


Infancia y juventud

Thomas Edward era el segundo de cuatro hermanos. Nació en Tremadoc, Carnavonshire (país de Gales), el 15 de agosto de 1888. Su padre pertenecía a la pequeña nobleza angloirlandesa de terratenientes; su madre era escocesa. Ned, como lo llamaban, era un niño activo, vital y vigoroso. De gran memoria y capacidad de atención, aprendió el alfabeto a los tres años, escuchando las lecciones de su hermano mayor. Desde muy niño se manifiesta un doble aspecto en Ned: no hay árbol lo bastante alto para que no trape de treparlo, ni libro lo bastante árido para que no intente leerlo. Es capaz, y se empeña en ello, de hazañas intelectuales y de hazañas corporales. Se ejercita instintivamente en la resistencia física, acompañamiento obligadoy complemento indispensable en él de las leyes morales a que se sometía voluntariamente. Los hermanos de Lawrence jugaban a la guerra con otros niños, en un viejo huerto. El bando capitaneado por Ned triunfaba invariablemente, gracias a una especie de granada inventada por él, compuesta de harina y arcilla, de efectos fulminantes sobre el enemigo. Cuando advirtió que de ese modo no daba chance a sus adversarios dejó de utilizarlas, pues no podía aceptar una victoria que no se basara en el juego limpio. Extraña anomalía en un joven inglés, nunca le interesaron los deportes. Extraña sobre todo en él, preocupado de endurecer su cuerpo y de entrenarlo para soportar el cansancio y las privaciones.

En una ocasión, Ned, en la escuela, se abalanzó sobre un muchachón que maltrataba a un pequeño, rompiéndose una pierna en la lucha. Eran las once de la mañana. Vuelve a clases rengueando, apoyándose en las paredes. A la una confiesa a sus hermanos que no puede caminar y vuelven a casa empujándolo en su bicicleta. Aún estamos lejos del niño espartano que se deja devorar el hígado por un zorro, pero un hueso roto no es particularmente agradable.

Este accidente y la forma en que fue provocado y soportado en silencio son ya de “estilo Lawrence”. Al pasar de los años, su manera de aguantar el sufrimiento se hará heroica, frenética, casi maniática.

A los ocho años, lee con pasión la “Introducción a la Historia de Inglaterra” de Macaulay. Sus volúmenes favoritos son, por esa época, una historia de Egipto, la obra de Layard sobre las excavaciones de Nínive y un tomo de estudios sobre la Biblia.

Ned sabía que se puede aprender a vencer el miedo. Cuando su hermano menor se asusta ante las estatuas del Ashmolean Museum de Oxford, no se burla de este temor. De vuelta a casa, esculpe una cara en una piedra del jardín y da al niño un martillo para que la golpee. El chico aprenderá así a no atemorizarse ante las estatuas.

Nadie comprendió mejor que Lawrence cuan humano es tener miedo y nadie fue más comprensivo para el miedo ajeno. Más adelante, pidiendo la abolición de la pena de muerte por cobardía en la guerra – él, capaz de soportar con coraje sobrehumano tantas torturas físicas- escribe: ”He corrido demasiado lejos y demasiado ligero (pero nunca lo bastante ligero para contentarme en la ocasión) bajo el fuego, para que pueda arrojar una piedra a la criatura más miedosa…”.

Entre septiembre de 1896 y julio de 1907, estudia en la Oxford High School. Entusiasta de la arqueología, descifra con curiosidad las borrosas inscripciones que encuentra en las tumbas de los caballeros medievales, visitando las iglesias de Oxford y los lugares de Inglaterra famosos por sus “brasses of Knights”. Igualmente entusiasta por la alfarería antigua, las catedrales y los viejos castillos, visita en bicicleta, en las vacaciones de 1906, 1907 y 1908, los castillos de Francia.

En el verano de 1909 pasa tres meses en Siria, visitando y examinando los castillos de las Cruzadas, aprendiendo, de paso, sus primeras nociones de la lengua árabe. En Oxford, Lawrence es bien conocido entre sus compañeros por sus ”archeological rummagings”, su hurgar arqueológico. El estudio de la Edad Media, de las Cruzadas y sus efectos en Occidente y, sobre todo, en Inglaterra, le interesaban vivamente.

En 1911 participa en la expedición que el Museo Británico enviaba a Carchemisch (Jerablus), trabajando en excavaciones bajo la dirección de Hogarth, R. Campbell Johnson y Leonard Woolley. Reconoce a pie el noreste de Mesopotamia (hoy Irak) y realiza excavaciones en Egipto. De 1913 a 1914 trabaja para la “Palestine Exploration Fund”.

Al estallar la guerra tenía 26 años. El ejército, al cual ofreció sus servicios, no lo admitió a causa de su baja estatura. El detalle tiene su gracia. Lo cierto es que Lawrence quería a toda costa un puesto de combate. Lo envían, entonces, a la sección geografía del Ministerio de la Guerra. Luego es enviado a Egipto, a la sección de Información Militar, como organizador y responsable del “Boletín Árabe”. La idea de un Imperio Británico, formado por una asociación voluntaria de estados libres de todas las razas, no le parecía un imposible. Sentía especial cariño por Arabia, deseaba ver reflorecer su cultura y no convertirla en una provincia más de Inglaterra. Por fin se presentó la ocasión de intentarlo, prestando al mismo tiempo un servicio a su patria.

La rebelión árabe

”Algunos ingleses –el principal, Kitchener- creyeron qu una rebelión de los árabes contra los turcos permitiría a Inglaterra, mientras luchaba contra Alemania, derrotar a Turquía, su aliada. Dejaron, pues, que el movimiento naciera y se extendiera, después de obtener del gobierno británico promesa formal de ayuda. Sin embargo, la rebelión del jerife de la Meca sorprendió a muchos y aún a los mismos aliados, que no estaban listos para el caso. Suscitó una mezcla de sentimientos contradictorios, creó fuertes amistades y fuertes enemistades, y en el choque de estos celos fue tomando el camino del fracaso”.

Así resume el propio Lawrence las bases de la rebelión cuyo carácter y método iba a fijar él mismo. Fue su inspirador y jefe, la dirigió con habilidad y valentía y la llevó a la victoria, conquistando la confianza y la amistad de los árabes, sus camaradas de armas, que lo llamaban “El Aurans”, y la estima y admiración de sus jefes ingleses.

Su secreta ambición ara convertir a los unos y a los otros a sus ideas. Su pública amargura fue no lograrlo en la medida en que lo había esperado y luchar en vano para que su patria mantuviese las promesas que él había hecho a los árabes en su nombre. Teniendo doble interés en el éxito de esta campaña, no se ahorró esfuerzo alguno para llevarla a cabo. Viviendo entre los árabes como uno más, en medio de sus tradiciones y costumbres, peligros y miserias, mientras duró la guerra.

Los siete pilares

Todo lo anterior hubiera sido una vaga aureola en torno a un joven guerrero sin “Los Siete Pilares de la Sabiduría”. El personaje enigmático, la vedette, habría atraído por un tiempo la afímera curiosidad de la prensa y del público para luego caer en el olvido.

El título comienza por desconcertar: ¿qué relación tiene la Sabiduría con la historia de la lucha desesperada y al fin triunfante de los árabes?. En realidad, el título le fue inspirado por la Biblia (Proverbios, IX): ”La sabiduría ha construido una casa, ha tallado sus siete pilares”, y Lawrence lo había elegido para una obra que no le satisfizo, sobre siete ciudades. El título concuerda mejor con el nuevo texto, que no habla de siete ciudades, sino de los siete pilares de un mundo moral cuya presencia encuentra Lawrence en las noches de combate, en las vísperas de batalla, cuando el silencio de las estrellas le hace sentir su pequeñez.

El tema oficial del libro es sin duda la pasión de la guerra. La rebelión árabe era asunto magnífico para quien había sido centro de ella. La casualidad proporcionó al joven arqueólogo una costosa mise-en-scéne, un marco deslumbrador. Sin embargo, el leit-motiv fundamental no es la campaña militar tan heroica y hábilmente llevada:”en estas páginas - declara Lawrence- no se cuenta la historia del movimiento árabe, sino la mía en ese movimiento”. Lawrence, tan distante de Montaigne, hubiera podido escribir ”ainsi, lecteur, je suis moi-même la matière de mon livre”.

He ahí el verdadero tema. No es el relato de la victoriosa expedición contra Akaba, ni los 79 puentes volados con dinamita, ni la entrada en damasco; es él mismo “con los nervios siempre tensos o rotos” en ese torbellino de arena y sangre.

Lawrence dice que las revelaciones personales son lo esencial de su libro y que el capítulo en que se autoanaliza es su clave. Pero todo él está cifrado. Dice: ”El temor de mostrar mis sentimientos es mi verdadero yo”. Cualquiera que fuese su opinión sobre el tema del “yo odioso” en literatura, lo cierto es que se puso a perseguir los “yos” en los Siete Pilares y expulsó algunos, reemplazándolos por “nosotros” o “se”, que no engañan a nadie: ” Nosotros sufríamos en ese instante la vergüenza física del éxito, esa reacción que sigue a la victoria; ya no hay entonces nada que valga la pena hacer y no se ha hecho nada que valiera la pena”. El “yo” bajo el “nosotros” y el “se” está escrito con tinta indeleble.

La comparación entre Los Siete Pilares y su resumen, “La Rebelión en el Desierto”, resulta una curiosa experiencia. “La Rebelión” fue preparada para el consumo general y ha sido “limpiada” de todo el contenido personal y emotivo. ”I cut out all high emotion”, apunta Lawrence. Queda un libro seco, apreciable sólo para quienes gustan de los relatos de guerra. La “Rebelión en el Desierto” es un libro aburrido. Mientras que Los Siete Pilares puede llegar a ser uno de esos libros de los cuales uno no se separa jamás.

Un extraño soldado

Es lugar común decir que tomaba para sí los mayores riesgos y fatigas, que economizaba la sangre y la vida de sus soldados, que rendía homenaje a las cualidades de sus enemigos. De los alemanes que luchaban al lado de los turcos dice: ”Me sentí orgulloso del enemigo que había muerto a mis hermanos. Estaban a dos mil millas de sus hogares, sin esperanzas y sin guías, en condiciones lo bastante desesperadas para destrozar los nervios más valientes…..Cuando se les atacó, se detuvieron, tomaron posición, hicieron fuego a la voz de orden. Ni prisa, ni gritos, ni vacilaciones. Eran espléndidos”. Lawrence brinda imágenes de la guerra que sólo el cine moderno ha podido recrear. De todas ellas, ninguna tan impresionante como aquella en que describe la entrada de sus tropas en una aldea árabe, Tafas, que había sido ocupada por los lanceros turcos de Djemal Pachá (el futuro Djemal Ataturk). Todo estaba en una inmovilidad de muerte: ”Montones grisáceos abrazaban el suelo con el estrcho abrazo de los cadáveres. Nuestra mirada se apartó de ellos. Pero de uno de esos montones se separó una cosita tambaleante como para huir de nosotros. Era una niñita de tres o cuatro años cuyo vestido sucio estaba manchado en la espalda: la sangre corría de una larga herida, sin duda de un lanzazo, justamente en el nacimiento del cuello. la niña dio unos pasos corriendo, luego se detuvo y gritó con una fuerza asombrosa (todo era silencio alrededor): “No me golpees, Babá”. Abd-el Aziz, ahogando un sollozo –era su propia aldea y la niña podía ser de su familia- saltó de su cabalgadura y cayó de rodillas sobre la hierba. Este movimiento espantó a la niña que, alzando los brazos al cielo, trató de lanzar un chillido, pero rodó por tierra, montoncito minúsculo, mientras la sangre le brotaba de la herida; luego, creo, murió. Cabalgamos, dejando atrás otros cadáveres….”. Eran cuerpos de mujeres clavadas con bayonetas en posturas obscenas, de criaturas ultrajadas. ”Tallal Abd-el Aziz vio lo que habíamos visto todos. Exhaló un lamento semejante al de un animal herido”. Luego, espoleando a su yegua, partió hacia el enemigo en un galope desesperado. El trecho era bastante largo. De una y otra parte se había suspendido el fuego. “Los dos ejércitos esperaban. Tallal galopaba, oscilando en el crepúsculo y el silencio. A cierta distancia de los turcos se irguió y lanzó su grito de guerra: ¡Tallal! ¡Tallal!, dos veces, en un prodigioso clamor. Instantáneamente, los fusiles y las ametralladoras crepitaron, y él y su yegua, acribillados por las balas, cayeron muertos, entre las puntas de las lanzas.”
“Auda estaba frío y torvo”.
“-Dios le haya perdonado-dijo- nosotros haremos pagar el precio de su sangre”….”Por orden mía, no hicimos prisioneros, por primera y última vez en la guerra”.

Lawrence llegó a Arabia al servicio de una causa, la de su patria. Pero tenía otra causa que defender. En el prólogo a Los Siete Pilares nos habla de ello: ”Yo quería hacer una nueva nación, devolver al mundo una influencia perdida, dar a veinte millones de árabes las bases sobre las cuales su inspiración pudiera edificar el sueño de su pensamiento nacional. Un propósito tan elevado encontró eco en la inherente nobleza de sus espíritus y les hizo desempeñar un generoso papel en los acontecimientos. Pero cuando triunfamos, se me acusó de poner en peligro los dividendos británicos del petróleo de Mesopotamia y de arruinar la política comercial francesa en el Levante. Pagamos por estas cosas un precio demasiado alto en honor y en vidas inocentes”. Acorralado en este dilema, Lawrence, a los treinta años, miraba ya con repugnancia una gloria que se le antojaba basada en el fraude.

Ascetismo

Lawrence volvió a descubrir el valor de ciertas disciplinas religiosas que puso en práctica. Por ejemplo, la de la continencia, que no tenía para Lawrence el significado que tiene para un monje. Asociada a ella está su costumbre de no beber más que agua, de comer estrictamente lo necesario y de dormir en la misma medida, excepto cuando se imponía la necesidad de sacrificar incluso ello por una causa. Evitaba con mucho cuidado enredarse en la lujuria, como en la pereza, la gula o el dinero. Lawrence asume como una prueba vital el sacrificio conciente por una causa, llevado al límite de lo humano, como un medio de perfeccionamiento, de disciplina interior, de quebrantamiento de las propias debilidades. En Los Siete Pilares afirma: ”El miedo, motivo el más poderoso para un hombre despreciable, perdía entre nosotros su fuerza, puesto que el sentimiento que nos poseía era el amor por una causa –o por una persona-. Las penalidades, por consiguiente, perdían rigor: nuestra adhesión la habíamos dado voluntariamente, con los ojos abiertos, y no por obediencia. Los hombres dedicaban su ser a la meta, y esta obsesión no dejaba lugar para la virtud o el vicio. Alegremente la nutrían de sí mismos, les daban sus vidas, más aún, la vida de sus hermanos –ofrenda mil veces más difícil que el sacrificio de sí mismo”. Lawrence exigía de su cuerpo lo que los santos parecen obtener de él: la capacidad de martirio. Pero para soportar el martirio hay que estar anestesiado por la fe. Y Lawrence iba al martirio sin más cloroformo que su voluntad despiadada. La voluntad no tiene fuerza suficiente para reemplazar a la fe, aún cuando alcance un desarrollo como en Lawrence, quien quería lograr el milagro del olvido de su cuerpo, la capacidad de eclipsar el cansancio, con su sola voluntad. ¿Ignoraba acaso que un cuerpo dominado no es un cuerpo olvidado?.

Contemplamos en los Siete Pilares a un hombre crucificado por su voluntad y a una voluntad crucificada por una conciencia.

El placer de ver su voluntad funcionando como una máquina poderosa ¿lo absorbía a tal punto, que llegaba a no distinguir que la esclavitud a que se sometía no era completamente voluntaria?; Lawrence, fanático de la libertad ¿se convertía en esclavo de su miedo de ser esclavo?.

La responsabilidad y la autoridad obligan a menudo a cumplir deberes diabólicos, sobre todo cuando se trata de hombres que no delegan a otros sus poderes. Dice Bernard Shaw que debemos tener presente que Lawrence no era como Haig o Allenby, Foch o Ludendorff, quienes ordenaban y no veían luego los atroces resultados. Lawrence, por el contrario, lo hizo todo con sus propias manos, y luego soportó el espectáculo. Era como para destrozar los nervios menos delicados de hombres menos sensibles y menos imaginativos que él. Por eso no llevó impunemente su existencia.




El retiro y la muerte

Después de vivir la guerra de los Siete Pilares, Lawrence se vio envuelta en otra que lo agotó aún más. La guerra que se libró en Versalles, en Downing Street y El Cairo, en la que, durante tres años, luchó por defender y mantener su fidelidad a la promesa hecha a los árabes en nombre de Inglaterra. Esta guerra hizo en él más estragos que sus demás campañas.

”Muéstreles claramente a sus hombres -escribe a un oficial en 1928- que mi propósito era salvar a Inglaterra, y a Francia también, de las locuras de los imperialistas, que querían hacernos repetir en 1920 las hazañas de Clives o de Rhodes. El mundo ha pasado de esa etapa”.

El fracaso de sus propósitos lleva a Lawrence a enclaustrar los últimos años de su vida, de 1922 a 1935. Rehusando todo puesto que pudiera corresponder a la jerarquía de sus méritos y de su celebridad, Lawrence se desliza, bajo nombre supuesto –el suyo propio haría imposible la operación- como simple soldado en la R.A.F, y luego en el Cuerpo de Tanques, luego otra vez en la R.A.F.

Se siente prisionero del nombre célebre que lleva, ese nombre al cual se agrega ahora “de Arabia”.


”Ni yo ni hombre alguno
que no sea más que hombre
se satisfará con nada,
hasta que se contente
con ser nada….”

William Shakespeare, Ricardo III

El llegó a preferir “ser nada”; llamarse Shaw, o Ross, no Lawrence de Arabia. Su ideal hubiera sido no tener otro nombre que un número. En 1930, su número en la RAF era 338171. Sus amigos conocían, naturalmente, el juego. Noel Coward le escribía: “Querido 338171 (¿lo puedo llamar 338?)”. Lawrence, a quien le gustaba reírse, encontró tan bueno el chiste que mostraba la carta a todo el mundo. Durante sus años de retiro en la RAF hizo algo más que barrer pisos. Encontró tiempo para traducir la Odisea, para perfeccionar el mecanismo de las lanchas a motor y para escribir “The Mint” (“El Troquel”), publicada recién en 1950, que relata la vida en los cuarteles, con una crudeza y una desnudez más feroces aún que ciertas páginas de Los Siete Pilares.

En marzo de 1935, dos meses antes de su muerte, Lawrence se había ido a vivir en su casita de Dorset, Clouds Hills: dos cuartos, libros y discos. Se siente allí como una hoja caída del árbol, si una hoja pudiera preguntarse para qué servirá en adelante. Winston Churchill no se proponía dejarlo mucho tiempo en ese retiro. Se hablaba de confiarle la organización de la Home Defense. ¿Hubiera acabado por aceptarla?.

Temía al poder. Lo que buscaba al enrolarse como simple soldado fue destruir toda posibilidad de que nadie pensara en él para un puesto de mando: ”La autodegradación es lo que me propongo”.






El 13 de mayo de 1935 montó en su motocicleta “George VIII” para ir al correo, en Bovington Camp. De vuelta a Clouds Hills, para no embestir a dos ciclistas que aparecieron de pronto en el camino, viró bruscamente, perdió el equilibrio y fue brutalmente despedido por encima de su motocicleta. Su cuerpo sobrevivió cinco días a su conciencia. ¡Ironía de las cosas!. Morir así, en un vulgar accidente de tránsito, después de escapar, tantas veces, de la muerte: batallas, bombardeos, torturas de la sed, el hambre, el frío y el sol. ¿Habrá tenido Lawrence conciencia de su fin? ¿Se habrá entonces, retrospectivamente, apiadado de sí mismo?. Como el día en que se encontró con su amigo Hogarth y le confesó su amargura y sus sinsabores, su cansancio de esa vida libremente elegida, de los nervios, de las balas, del agotamiento físico, de la simulación. Y por último, su miedo. A la soledad, al encuentro entre un cuerpo que despreciaba y un alma que no se conformaba con su propio vacío. Miedo al misterio de la nada inaceptable, al silencio eterno de los espacios infinitos. Miedo de su apetito frustrado de amor. Sed de absoluto que no se apaga con ningún éxito humano. sed de absoluto que sólo se sacia en el fracaso inevitable en que todo triunfo se disuelve, en que cada meta alcanzada no es una llegada gloriosa, sino un nuevo punto de partida hacia quien sabe qué despojamientos materiales y conquistas interiores cuya necesidad y cuyo fin son más impenetrables aún que el silencio eterno de esos espacios infinitos ante los cuales la fe misma tiembla y retrocede.

TRAVESIA AL FONDO DEL OLVIDO

Travesía al fondo del olvido


..., porque el olvido es una de las formas de la memoria, su vago sótano, la otra cara secreta de la moneda.
J. L. Borges.


“Maldita sea”, piensas, mientras conduces de vuelta a Viña. El paisaje del valle de Casablanca desfila monótonamente a los 100 kph. reglamentarios que pacatamente respetas, a causa de tu larga hoja de vida anterior como conductor imprudente. “Maldita sea”, piensas, recordando el infinito almuerzo de constitución del Centro de ex-alumnos de arquitectura de la Universidad de Chile de Valparaíso, en el que, de un plumazo, todo un paisaje mítico de tu vida, ya teñido del vago y creciente color sepia de la fotografía del grupo de Taller de ese año ya remoto de 1971, que tienes guardada en el laberíntico e impenetrable fondo de algún cajón de tu escritorio, fue borrado, para asumir los colores de la realidad cotidiana. ¿ Cómo volver a evocar el dulce rostro de la Marina Ponce, nimbado por su cabello rubio, cuando al frente tienes a una gorda de triple papada y cortos cabellos de cincuentona? . Al menos, piensas, girando la vista hacia la mesa de la derecha, la Sonia Borchers aún conserva ese cuerpo de gacela que, tímidamente, no te atrevías a mirar en esos años, y que hoy miras disimuladamente, con la misma timidez de humilde mechón. Aún está ese lunar sobre el labio superior, que pareciera tirar la comisura derecha hacia arriba, en una permanente e irónica sonrisa lateral. Al otro lado de la mesa, el perfil de halcón de José Luis Morales (quien lo diría, ahora director de la Escuela) observa, con la misma distancia evocativa, al grupo de más de cien cuarenticincuentones que se han reunido en un restaurante viñamarino (algunos de ellos venidos de lejanos rincones del país) para intentar, en una larga, emotiva y etílica tarde de sábado, reconstruir los misteriosos e indescifrables hilos que en algún momento los unieron. Y, aunque a José Luis no lo has dejado de ver en estos veinticinco años que han pasado desde el 73 (un hito siempre presente en la pequeña historia de estas generaciones), no dejas de observar las canas, la papada que comienza a descender, la red de arrugas en torno a los ojos que, de pronto, se avivan y te envían una mirada cómplice, como adivinando que, por un momento, un pensamiento mudo y compartido ha vibrado en la atmósfera.

Entretanto, la música en vivo "de la época" hace retumbar el aire, caldeado por el sol poniente del otoño viñamarino, que ya asoma en el filo de los toldos. Y, mientras el cantante, especialmente contratado para la ocasión, entona "Arriba en la cordillera", a su lado, Renán Illescas, como corifeo beodo y feliz, canta en "playback" canciones de las que ya hace muchos años olvidó la letra. Poco a poco se van animando los concurrentes y, al primer bailable que se deja oír, se forman las parejas, que ahora giran en un animado bolero. "No bailaré ni aunque me saque la Sonia" piensas, justo cuando ves con horror apenas disimulado que se te acerca la Gaby Fernández y te arrastra de la mano al centro de la pista, envolviéndote en el torbellino de un ritmo que, con tu innata torpeza, serás incapaz de seguir.

“Maldita sea”, piensas, envuelto en tu chaquetón azul marino, recuerdo aún cercano del colegio, mientras el frío de esa mañana de Abril de 1971 te envuelve y ves, con la reiterada desilusión de esos primeros meses de Universidad, que esto no es el colegio, y que las ocho y media de la mañana aquí equivalen a un vago momento más cercano a las nueve, y que toda tu formación de puntualidad de nada te servirá en la vida que comienzas. Detrás del monumento a Lord Cochrane se asoma el ecuatoriano, otro que arrastra las mismas costumbres y que ha sido tu única compañía matutina en este primer mes y medio de universidad. Ambos se miran, con el aspecto resignado de quienes se repiten interiormente "mañana si que me levanto más tarde", aún sabiendo que seguirán siendo mocosos de colegio por mucho tiempo más. Poco después, el primer auxiliar aparece con paso cansino por la esquina de Almirante Martínez con Blanco y, calmadamente, procede a abrir los candados y a levantar la reja metálica, que le da a la Escuela el aspecto de una bodega más, igual a tantas otras de la calle Blanco. El frío en el desolado hall no es menor que el de la calle, pero poco a poco empieza a ceder ante la paulatina llegada de alumnos, profesores y funcionarios, que llenan de rumores la vieja Escuela. Nadie sospecha que, muy pronto, deberán abandonarla ante los graves daños que el terremoto de Julio causará a la vieja casona, iniciando un éxodo que se prolongará por dos años y que abrirá un largo proceso de desintegración de los lazos que, hasta entonces, los unían.

En la amplia escalera que conduce al segundo piso comienzan a ubicarse los distintos grupos que aguardan la hora de entrar a clases o que, simplemente, se ubican allí para participar de la animación de este pequeño mundo. En el primer tramo, las "profanadoras de cunas", las “comemechones”, la Paz Palominos y las dos Paulinas conversan animadamente, prestas a poner en apuros a cualquier desdichado mechón, como tú, que se vea en la obligación de pasar entre ellas para acudir a sus clases, y que deberá pagar el peaje de ser interrogado sobre su nombre, su edad o cualquier otra información que requieran estas hermosas arpías, que ahora disfrutan de su superior posición de alumnas de segundo año para hacer sufrir a los nuevos lo que sufrieron ellas el año anterior. Con dificultad te abres paso, pero ya el Pájaro Noziglia te rescata, con su cancha y su sabiduría milenaria en estos avatares, y te arrastra a la sala donde, con mucho retraso, comenzará la sesión del Taller de primer año. En el lugar del profesor, un extraño personaje los observa con mirada turbia e irónica. Unos cabellos largos y desordenados, poblados de canas, un sweater de cuello tortuga blanco, con una que otra salpicadura de vino tinto, un informe pantalón gris, y unos zapatos que lucen orgullosamente un gran agujero en la suela, constituyen la apariencia, que en los próximos años se les hará familiar, del Alex Dorfman, al que, por el momento, observan sorprendidos, pensando, tal vez, que ese personaje no puede ser un profesor de verdad, que van a ser sometidos a una nueva broma mechona. 27 años después, aún recordarán con nostalgia al Alex, imaginándolo ahora, exiliado y derrotado, quizás alcoholizado, en Europa. ¿Alcoholizado? ¿Y todos estos que ahora bailan animadamente un twist, se abrazan o, simplemente, recuerdan sus experiencias en común, acaso no están tan exiliados, derrotados o alcoholizados como suponen al Alex?. Quien esté sobrio que lance la primera piedra.

"Por fin me soltó", respiras, dedicándole una sonrisa a la Gaby, para luego volver a tu mesa, donde te reciben, entre irónicos comentarios, el último de los Mohicanos, el Tule y el Euclidín. El sol, entretanto, se ha situado en la franja de cielo entre el toldo y el horizonte y penetra sin obstáculos en el comedor. El vino no ha faltado, y un trago de un vaso, de propiedad indefinida, te reconcilia con la tarde. Los grupos se descomponen y se recomponen en el lento caminar de la tarde. En los parlantes se suceden sin tregua los Iracundos, Silvio Rodríguez, Serrat o la Violeta. "Moros y cristianos", piensas, viendo al Ricardo Rojas y al cura Collins que se vuelven a abrazar por vigésima vez en la tarde. Claro que eran muchos más moros que cristianos, lo que ha pasado es que los moros se han renovado, luego del largo exilio y el retorno. Al observar a tu colega de universidad, el Negro Veas, bailando con la Sonia, no puedes dejar de observar, entre divertido y picado, la curiosa posición que adoptan los cuerpos. De la cintura para arriba, la pareja establece la "distancia íntima, fase cercana" que tal vez el mismo Negro te enseñara (“la dimensión oculta”, Edward Hall, etc.) cuando fue tu profesor en primer año. Culminando con su atezado y prognático rostro pegado a la oreja derecha de la Antonia, los cuerpos inician un suave ángulo, que los va apartando en forma descendente, hasta culminar en la "distancia social, fase lejana" a la altura de las pelvis, para luego volver a acercarse en la inofensiva región de los pies. "Tengo permiso hasta las nueve", piensas, recordando súbitamente a tu mujer y tus hijos.

Otros amores también han quedado en el camino. Dramas y tragedias se desparraman en veinticinco o más años, héroes y tumbas que hoy reviven, al llamado de los rostros y los nombres, los recuerdos y las leyendas. ¿ Cómo no derramar un lagrimón cuando la Consuelo Rodríguez, al borde del sollozo, recuerda a "los que no están", y especialmente al chino Juantok, uno de los dos detenidos desaparecidos de la Escuela, junto con el "Chula" Gajardo?. Sí, como no derramar un lagrimón, piensas, aún cuando no olvidas que el chino, tu ayudante de Taller en ese primer semestre de 1973, no dejó de acosarte, como aislado y odiado cristiano entre tanto moro. Pero, en fin, así eran aquellos tiempos. Quizás si el chino hubiera sobrevivido a ese abismo de odios y sangre y sombras, y si tal vez se hubiera hecho acreedor a la "beca Pinochet", y después de todos estos años pudiera estar aquí, compartiendo con todos, tal vez también habría olvidado, como tantos otros y como tú mismo, todas las distancias y todos los odios.

Has olvidado todos los odios, o casi todos. Pero ¿ y los amores?. ¿ En qué lugar del fondo del escritorio aún yacen olvidadas las cartas y las fotos de esos años?. Y si los odios de aquella época eran, en general, colectivos, los amores, en cambio, resultan incompartibles y, piensas, no hay nada que pueda cambiar su tono sepia para traérnoslos a un presente en tecnicolor. Aunque mejor toca madera, pues cualquier día de éstos te encuentras a la vuelta de la esquina con alguno de tus amores pasados, y, entonces, bastaría una sola papada colgante para barrer definitivamente con todo tu pasado. Sí, has llamado, luego de ese almuerzo, a tu lejano compadre, amigo y hermano, el flaco Giannini, para compartirle tu emoción. Lo que no has querido compartir con él ha sido su contraparte, esa sensación de haber encontrado la Ciudad de los Césares y haber descubierto que sus calles no estaban pavimentadas de plata y sus tejados de oro, y que sus habitantes no eran inmortales. No, no harás eso con el flaco, con el cual has compartido tantos años de recuerdos, música y fotografías viejas y del que conoces su sensibilidad ante un pasado que han convertido en un objeto cristalino y pulido. No le echarás encima todo el óxido que de pronto ha caído sobre ti.

Con frecuencia, la realidad supera a la literatura, piensas, a la vista del animado grupo que prosigue su informal rito de baile, alcohol y emoción, y recordando la novela “A tango abierto”, de Ana María del Río, cuando ya una faja rojo violáceo se extiende por el horizonte. Aunque hay que reconocer que no hubo nadie, de este grupo, que no leyera y comentara esta novela que, con todo, supo dar cuenta de la historia de una generación, tratando de descubrir en sus personajes a tal o cual amigo o compañero. Pero no es precisamente un funeral lo que los congrega, como en la novela, sino un alegre e infinito almuerzo. ¿Cómo que no es un funeral? , te retrucas rápidamente. ¿ Y qué ha sido de mis recuerdos, de las musas que me acompañaron tantos años?. ¿Acaso no están siendo enterrados hoy por esta obscena exhibición de gorduras, arrugas y canas, en la que también yo tengo algo que aportar?. Pero, espera un poco, ¿no estás exagerando la nota?. También hay muchos que no han cambiado, también hay muchos rostros que habías olvidado y que hoy, al verlos nuevamente después de veinticinco años, te han refrescado la memoria de tantos hechos ya olvidados. No puedes negar, por ejemplo, que la casi lastimosa visión del Reinoso, aún con su ajado chaquetón azul marino de los setenta, te ha golpeado dolorosamente la memoria. Además, ¿son sólo los rostros y los cuerpos?. No hay nada que pueda borrar esos tiempos de invierno (curiosamente, todos los recuerdos de aquella época tienen un clima invernal y gris), de café y berlines en el Vienés, sopaipillas en el Mercado y marraquetas con palta en la Pérgola o en la Guay. Pero ahora ya te cuesta recordar esos tiempos con los mismos rostros de entonces. ¿Cómo volver a una tarde de invierno de temporal desatado en Valparaíso, tomándole fotos a las olas en la Costanera, quitándole veinte kilos y veinte centímetros de largo de pelo al flaco?. De aquellos años, además de los hechos, nimbados por el aura de la fatal mitificación de la propia historia, te queda también el recuerdo incorruptible de los que ya no están, o de los que aún no reaparecen: tu hermano, “tan niño y muerto”, el pobre flaco Montaner, muerto allá lejos, en Venezuela, las mechonas del setentaidos (la Lily, la Caty, la Nany, la Coky, la Marcela, la Viveca, muerta en Europa, con su calidez y su transparencia de virgen hippie).

Un bocinazo te aúlla su reproche y su insulto en el oído izquierdo y te devuelve a la realidad, retomando tu pista y tus cien kph.. A la derecha, Lo Vásquez va quedando atrás y en el horizonte ya comienza a asomar la bruma costera. Unos minutos más y estarás en Viña. Cierras los ojos nuevamente y te acomodas en el asiento del Cóndor-Bus, para aprovechar los últimos minutos de sueño que te brinda el viaje. Llegarás a tu pensión y desarmarás la maleta, guardarás el sempiterno queque que tu madre te ha mandado, el tarro de leche condensada, el chancho chino. Copuchearás todavía un rato con tus compañeros de pensión antes de acostarte para mañana repetir la rutina de todos los Lunes, como has repetido la rutina de los fines de semana: tomar el bus a Santiago, la micro “Colón Oriente-Plaza Brasil”, el largo atravesar la ciudad de poniente a oriente, arrastrar tu maleta cargada de la ropa sucia de la semana, ir a buscar a la Silvana, tu polola de tantos años, llevarla a tu casa, tomar once, salir nuevamente a dar una vuelta, al cine o a tomarte un helado, a endosarle tus rollos políticos, tus mentiras, tu cansancio de la semana, los mismos que terminó años después por devolverte, aumentados con los intereses acumulados de siete años de pololeo-matrimonio, dejándote varado entre el vacío interior de la soledad y el vacío externo de la vida plana y sin horizontes del largo paréntesis militar, en el que, sin piedad, la realidad terminó por dar cuenta de tus esperanzas, y en el que, sin transición, pasaste de la cuasiclandestinidad política a la única y ramplona preocupación por sacar el título.

“La rosá, la rosá con el clavel... .”, entona el cantante, y al ritmo de la cueca vuelan pañuelos y nadie se arruga ante el desafío. Tú sí, y miras hacia el horizonte, que ahora palidece ante la retirada del día, para que tu mirada no se encuentre con la de ninguna entusiasta que tenga la ocurrencia de sacarte a bailar. Cautelosamente, vuelves a mirar a las mesas, y entonces la ves.

-“Cuéntame, ¿en qué curso estás y cómo te llamas?”.

No te ha emboscado en la escalera, y no es tan bonita como la Paz o las Paulinas. Pero hay algo que te atrae en su mirada, una mezcla de bondad y picardía, de solicitud maternal y de sutil insinuación, de sabiduría e ingenuidad. Es bastante mayor que tú, debe estar en cuarto año, por lo menos. No muy alta, delgada, de pelo negro. Hay algo en el gesto de su boca, en el brillo de sus ojos, en la espontaneidad de abordarte sola, no amparada en el grupo, que te da confianza y restablece tu aplomo, permitiéndote contestarle con cierta cancha, sin caer en el lamentable tartamudeo que fatalmente te provocan las emboscadas de las arpías, e incluso preguntarle su nombre.

“No puedo recordar como se llama”, piensas, mientras te das vuelta para ver si el Mohicano o algún otro la recuerda. Pero ahora ella se ha levantado, y baila un “lento” con alguien que tampoco conoces, manteniéndose de espaldas a tu mesa. Tus compañeros de mesa, entretanto, han alcanzado un estado de embriaguez que los inhabilita hasta para recordar su propio nombre. Dos jóvenes arquitectos, a los que no conoces, se te acercan, afirmándose el uno en el otro, y con lengua estropajosa te reprochan algo que no alcanzas a captar, preocupado como estás de no perderla de vista, pero se ha perdido con su pareja entre las otras, y te resignas a ponerle atención al beodo par, que ahora te abraza por ambos lados y, con esa actitud tan típica de los borrachos, sentimental y agresiva, te sacan en cara que no los hayas invitado nunca a unas imaginarias partuzas que, supuestamente, organizas en tu departamento (pero qué partuzas, de qué departamento me están hablando estos carajos). Con fastidio les haces ver que se equivocan, que no eres la persona que ellos creen. Pero te insisten, que no, que vos soi el Lolo, que no andís con chivas, que soi un maricón egoísta, que para otra partuza los tengo que invitar. Sin falta, les prometes, y te desembarazas de ellos. Ella ha vuelto a su mesa, extrañamente sola. A su alrededor, las caderas giran en un twist enloquecedor. Los borrachos ahora disputan entre sí, peleando por sacar a bailar a la Consuelo Rodríguez, que ha sido la reina de la pista toda la tarde y que, fácilmente, los dobla en edad. La sigues mirando, ahora con insistencia, hasta que, por fin, logras encontrarte con sus ojos. Sólo el asomo de una sonrisa de reconocimiento apunta en sus labios, pero es suficiente pretexto para intentar aproximarte, aún cuando sientes que una irritante ola de timidez te hace pesados los pies. Su mesa está al otro lado del comedor. Alguien te toma del brazo. Es Millán, el peruano, responsable del almuerzo y de toda la organización. Quiere saber qué ha pasado con los de tu curso, porqué han venido tan pocos. Le explicas que el fax, que el Hernán Altmann, que una mala coordinación, que para la próxima sí, de todas maneras. Pero ahora sólo quieres acercarte a ella y leer el nombre que, como todos, llevará puesto en la previsora etiqueta que les han pegado a la entrada. Buena idea, en verdad, pues, si no, ¿cómo hubieras identificado a tanto rostro, aún familiar, pero que no logra encontrarse con un nombre?. Al otro extremo del comedor, la semisonrisa de reconocimiento ha dado paso a una más franca actitud de espera, matizada de una cierta ironía maternal, como la mirada que podría posar una madre sobre un bebé que da sus primeros torpes pasos. Pero ya el bebé ha llegado y, disimuladamente, intenta leer la etiqueta.

“Estoy en primero, y me dicen el Lolo, ¿y tú?”. Te avergonzaría confesar tus recién cumplidos dieciséis años, delatados, sin embargo, por tu apodo, que seguirás arrastrando por décadas. Sientes que una distancia milenaria te separa de ella y, al mismo tiempo, la tibieza que trasunta su sonrisa te llama a acercarte a ella, casi a hundirte en su poncho negro tejido, a huir de tus tontas trancas de adolescente. Ella se ha sentado en la escalera que conduce del segundo piso al amplio espacio del taller de primer año, en la mansarda del tercer piso, y ha dejado a su lado la croquera, como invitándote a leer su nombre escrito con plumón negro y con grandes letras de arquitecto en el borde inferior del cholguán.

Matilde Poirier. Sabías que tenía que ser un nombre así. Nada te cuesta imaginarla con vestido hasta los tobillos, con botines amarrados, y hasta con un sombrero con velo. A pesar que el nombre en la etiqueta no se nota mucho, te ha bastado reconocer el “Matilde” para que un oculto clic se te active en la memoria y de golpe ese archivo se abra como en el computador y te despliegue un cúmulo de recuerdos que, de no haber sido por la circunstancia, habrían permanecido encarpetados para siempre.

“Invítame a un café”. Te ha tomado del brazo y, suavemente, te arrastra por la escalera hacia el primer piso, entre los grupos de estudiantes que se arraciman. Pero cuando has querido seguir hacia el subterráneo, a la cafetería de la Escuela, con la misma imperiosa suavidad te ha sacado a la calle y ahora cruzan Blanco y por Almirante Martínez doblan hacia Esmeralda y caminan hacia el Vienés. El frío de la mañana aún no cede ante el brillante sol que ya inunda los cerros porteños, pero que aún no aterriza en la profunda calle, atrapada entre los edificios y el cerro y ya poblada por el activo trajín matutino de un Lunes en la mañana en Valparaíso. El cálido ambiente del café los envuelve. Ubican una mesa y piden dos cortados. Rebuscas en el bolsillo de tu chaquetón y sacas la ajada cajetilla de Hilton, sin saber qué decir. Pero será ella, será siempre ella la que en adelante te llevará de la mano, apareciendo de pronto en los rincones más inesperados de los cerros de Valparaíso, o en una esquina de a Plaza Victoria, o en el asiento trasero de la micro en que vuelves, a medianoche, a tu pensión, en una relación de mutua atracción que nunca se materializó en nada, y que en Septiembre del 73 desapareció en los rincones de tu memoria, sin que lo notaras y sin nostalgias. Así olvidaste a la Matilde Poirier, como olvidaste a tantos otros de “antes de” en el mundo tranquilo, tedioso y vacío en que se desenvolvió tu vida a partir de entonces. Así la olvidaste, y ahora, 25 años después, igual que entonces, ella reaparece con su misma mirada bondadosa e irónica.

“¿Dónde has estado en estos veinticinco años?”, le preguntas, esperando con temor una respuesta que supones cargada de dolorosas historias de exilio. Porque también ella, pensabas en esos tiempos, era mora, aunque no fanática.

“¿La Matilde? ¡pero si estaba en el GPM del Mir regional!”, te asegurará, días después, Carlitos Pérez, alias “Fantomas”, antiguo mirista cargado a Trotzki, hoy colega del Lolo como profesor de taller, mientras beben el último café de la tarde en la oficina de José Luis, luego de una agotadora e interminable sesión de corrección. El semestre llega a su fin y los alumnos aprovechan las últimas sesiones del taller para intentar aferrarse a algún salvavidas que evite el naufragio de sus proyectos. Por eso las tardes de los Lunes y los Jueves se prolongan hasta las diez o las once de la noche. El local de Playa Ancha, en donde terminó por anidar la escuela, es un frigorífico inhóspito e impersonal, en el que las nuevas generaciones han terminado por perder toda mística, toda idea de grupo.

“¿Y qué crestas era el GPM?”, preguntas, curioso y divertido, por la extraña confianza que, a tantos años de distancia, se ha creado entre los moros y los cristianos de entonces, ahora uniformados en una actitud descreída e irónica que hace aparecer como casi absurdas las antiguas distancias. Así te enteras, ahora, que el famoso GPM era nada menos que la estructura militar central del Mir, y que para pertenecer a ella había que ser un revolucionario de tomo y lomo, como el Chula Gajardo o el guatón Peñailillo. ¡Quién lo diría, la Matilde guerrillera!. Ella, con su suavidad, con ese su deslizarse por la escuela, callada y anónimamente. Pero ¿no eran así también la Sonia, la Raquel Goldberg, con su belleza casi estatuaria, la Sandra Rodríguez, que vivió luego su largo exilio, no en Francia, ni en Bélgica, ni en Europa en general, como tantos otros, sino pura y duramente en Cuba?. Pero claro, entender a los revolucionarios de la izquierda como una especie de energúmenos peludos y vociferantes tal vez no era sino una forma de caricaturizar al inimicus para mejor personalizarlo o identificarlo. Pues, meditas ahora, ¿cómo ignorar al Che cuando decía algo así como que el revolucionario está guiado, en el fondo, por un profundo sentimiento de amor?. Y, quizás, ahora puedas entender porqué la Matilde se alejó sutilmente de ti el 73. Quizás porque ya empezaba a ver en ti a un engranaje, tal vez insignificante, pero ya irremediablemente unido a la maquinaria de la conjura antimarxista que se alzaba ya, a partir de Marzo, como una muralla ante el paso del socialismo en marcha. O quizás porque, a esas alturas, otros deberes exigían de ella un mayor compromiso, y ya no había cabida en su vida para un tiempo personal.

La Matilde, una guerrillera. Pero en este momento aún no la ves así, al observarla tan igual, tan ella misma, veinticinco años después, ahora también de negro, pero con una mini que, a pesar que ya bordea los cincuenta, calculas para tí, le sienta como a una lola de dieciocho. No te ha contestado de inmediato, como si, al mismo tiempo que te mira con su infinita dulzura, meditara cuidadosamente la respuesta. “He estado en todas partes, pero ahora estoy de vuelta para quedarme”, te dice, en tono casual, como si ese “estar en todas partes” no significara lo que tú ya conoces, por los relatos de tantos otros, amigos y compañeros, que dejaron tantos años en una vida de gitanos internacionales, siempre con las maletas sin deshacer, encontrándose y separándose por todos los países de Europa, nunca arraigados en ningún lugar, estudiando, trabajando, casándose y descasándose, pariendo hijos que luego no quisieron volver a una patria que nada les decía y en la que no habían perdido nada, comiendo falsas empanadas los dieciocho, mojadas con vinos ajenos, soñando siempre, pero cada vez menos, con una revancha que nunca llegó.

“¿Y te casaste, tuviste hijos, te titulaste?”. Su rostro, aún increíblemente terso, no se altera. Pero, en lo profundo de sus ojos negros, percibes una tristeza infinita. Por un momento adivinas algún secreto drama, y te das cuenta que has metido las patas. Pero ella, pasado ese breve instante, distiende la atmósfera por la que ha pasado una ráfaga de dolor. “No, ahora vamos a hablar de ti. Te devuelvo la pregunta”. Sí, claro, le dirás, como si fuera natural y lógico estar casado, tener cuatro hijos, haberse titulado, tener tu oficinita, hacer clases. No calculas la crueldad que puede significar el exhibir una vida tan standard para quienes no la tuvieron. Pero, claro, no es tampoco el momento ni se han acortado tanto las distancias como para hablarle de tus propios dramas, de tu hermano y tu padre, de sus muertes tan simétricamente trágicas, de tus fracasos y tus desilusiones. No se ha reconstruido aún, y tal vez no se vuelva a reconstruir nunca, ese fino y sutil hilo que alguna vez los conectara. Pero ella te escucha hablar de la Consuelo, tu mujer, del Lolo chico, del Javierito, el Martín y la Consuelito, tus orgullos, y sonríe maternalmente, sin rencores. Disimuladamente miras el reloj. “Tengo permiso hasta las nueve”, recuerdas.

Disminuyes a 80 en la curva de Peñuelas. El cielo radiante ahora se ha cubierto con la bruma costera. Paulatinamente la temperatura ha descendido. Pasado el control policial, aceleras nuevamente, enciendes un cigarrillo y bebes un largo trago de agua mineral de la botella que siempre llevas contigo en estos viajes. Son recién las seis y media de la tarde, vas a llegar temprano a Viña, así es que no podrás sacarle la vuelta a la oficina, y te vas a eternizar, seguro, hasta las nueve, devolviendo llamadas, continuando algún proyecto en el computador, redactando alguna carta, cuando lo que tendrías que hacer es terminar ahora mismo la semana, llamar a la Consuelo, ir al centro a tomarte un café, vitrinear alguna librería, hacer así más largo un fin de semana que, de lo contrario, siempre se te hace corto.

Pero este fin de semana sí que se ha hecho eterno. La tarde se ha deslizado lenta y reposadamente.
“ Muchas veces te dije que antes de hacerlo había que pensarlo muy bien....”, entona ahora el cantante, cuyo repertorio parece ser infinito. Ambos se han quedado por un instante en silencio y, siguiendo un impulso que adivinas compartido, la coges de la mano y bailas ahora con ella, ya olvidada la timidez inicial. En el pasado nunca bailaste con ella, y te sorprende ahora su liviandad, lo pequeña que la sientes en tus brazos, la tibieza, ahora física, que te traspasa la cercanía de su rostro al tuyo, el aroma, nada sofisticado, de su cabello y de su rostro. Poniendo suavemente una mano contra tu cuerpo, se aparta un poco para mirarte.

“Qué lástima que nos hayamos visto tan tarde, tengo que irme luego”. Una súbita desazón te invade. Imaginas marido, hijos, o quizás sólo una pareja, pues ya le has mirado disimuladamente la mano y no has visto ninguna argolla, o tal vez viene de otra ciudad, tiene que tomar el bus. “No te vayas”, le dices, casi en un ruego, “no me has contado nada de ti todavía”. Nuevamente la tristeza asoma en el fondo de sus ojos. Tal vez no hay nada que contar, sólo una larga soledad, o tal vez haya mucho, pero demasiado doloroso, piensas.

“Tengo que irme, pero a lo mejor me puedes llevar”. Y sales con ella, luego de coger tu chaqueta de la mesa ahora vacía, pues tus compañeros se han repartido entretanto entre los otros grupos. Atrás queda el comedor, la música, que ahora, casi simbólicamente, es el “Volver a los diecisiete”. Sí, piensas, volver a los diecisiete, pero después de vivir un siglo. Caminan en silencio hasta el estacionamiento. Ya se ha hecho de noche, pero aún es temprano. En el cruce de la caleta Portales, gran cantidad de autos circulan por la avenida España. “¿Viña o Valparaíso?”, le preguntas.

“ Estoy en Agua Santa”, te dice. Ese “estoy” te habla de una existencia en la que nada es definitivo ni estable, una existencia de viajes y traslados, en la que nada es propio ni familiar. Conduces por la avenida España hacia Viña. En silencio pasan por Capuchinos, Caleta Abarca. “¿Sabes?, me hubiera gustado invitarte a un café en el Vienés, pero ya no existe”, le dices, para romper ese silencio que se te hace penoso. Pareciera que después de tu familia y su silencio ya no hubiera nada que decir. Y sin embargo, aún hay tanto en tu emoción contenida, en sus silencios cargados de tristeza. Luego del semáforo tomas a la derecha por Agua Santa. Pasada la Gruta, te indica una calle a la derecha, luego otra a la izquierda. Una hilera de casas iguales: dos pisos, techos altos, un pequeño antejardín. “Aquí vive mi vieja”. Te estacionas, le abres la puerta, ya con la angustia de sentir que ahí acabará todo, que te quedarás con la sensación de que hubo tanto que decir. Pero ella te toma de la mano, como en otros tiempos. “Pasa, ya que no nos tomamos el café en el Vienés, tomemos uno acá, ¿o te pensabas ir y dejarme?”. Algo de la antigua picardía ha vuelto a brotar. En el pequeño zaguán, revuelve su cartera y saca unas llaves. “Creo que son éstas”. Adentro, reina la oscuridad, sólo interrumpida por una vaga luminosidad, en el fondo del pasillo que parece dividir la casa en dos. Pero ya prende una luz que te deja ver, a la derecha, una escalera paralela al pasillo y que se interna hacia lo alto. A la izquierda, una puerta de vidrios palillados, por la que te hace pasar a un saloncito con muebles antiguos, cuadros en las paredes, antiguas fotos en blanco y negro, libros. “Espérame un poco, voy a ver a mi vieja”. Te ha dejado, y la escuchas caminar por el largo corredor. Con curiosidad, observas las fotos: una pareja, con sus trajes de novios. Años cuarenta, calculas. Luego la misma pareja, en el frontis de una casa, en la que te parece reconocer la misma en la que ahora estás. En los brazos de la mujer, una niña pequeña. “La Matilde”, adivinas. Otras fotos, de personajes desconocidos. En otra foto, la Matilde en los setenta, pero que podría ser la Matilde hoy. Sólo las ropas permiten adivinar la época. Y ahí está la Matilde, en otra foto, en la orilla de un río. Pero claro, es el Sena, al fondo se ve la torre Eiffel. “Así es que se fue a Francia”, piensas.

“Sí, pero primero estuvo presa varios meses, antes que la expulsaran del país”, te dirá el Carlitos, recordando seguramente su propio exilio. Un último café y el Jueves de taller habrá terminado. Ya nada se puede hacer para huir del frío glacial de la escuela, en la que ahora reina el silencio nocturno. Terminado el último cigarrillo tomará cada uno su auto y volverá a su casa, hasta el próximo Lunes, último día de corrección antes de la entrega final. Pero ya los dados están echados, y no hay corrección que salve a los náufragos.

También la Matilde tiene ojos de náufrago en esta foto. El náufrago que recién ha llegado a una desolada isla y, si bien es cierto que ha salvado el pellejo, adivina con temor los peligros que se pueden ocultar en esta tierra ignota, donde tendrá que dar una dura lucha por sobrevivir y, si la fortuna lo acompaña, ser algún día rescatado, o tal vez, como un trágico e ignorado Robinson, morir en la soledad, lejos de los suyos y sin siquiera un Viernes amigo, devorado tal vez por bestias salvajes, o condenado al hambre en una isla sin recursos. Te imaginas a tí mismo en una situación similar y adivinas que tu destino sería, sin duda, el de consumirte en la nostalgia de lo que queda atrás. Escuchas los pasos leves de la Matilde, que vuelve por el largo corredor y, pudorosamente, te alejas de las fotos para ponerte a leer los títulos de los libros que se ordenan en estanterías a ambos lados de una pequeña chimenea. Balzac, Victor Hugo, Mariano Latorre, Coloane, Oscar Castro. “¿Te gustan los libros?. Esos eran de mi papá, creo que en mi taller, bueno, en lo que fue mi taller, hay literatura más moderna, ven, acompáñame, y nos tomamos el café arriba. Mi mamá se quedó dormida, la pobre”. Te conduce por la larga escalera de un tramo que sube al segundo piso. Una ventana en lo alto deja pasar la tenue luz de la calle, iluminando con una luz espectral la subida. Arriba, otro corredor comunica las vagas y silenciosas habitaciones del segundo piso. Sólo el leve ruido de los pasos quiebra el uniforme silencio de esta casa que se te antoja deshabitada. Caminan sin hablar por el corredor hacia una puerta que se advierte al final. “Este era mi taller, mi mamá no lo ha tocado”. La luz que ahora enciende te muestra una habitación de mediano tamaño: una cama con su velador, un antiguo tablero de dibujo forrado en hule, en el que todavía se ven las huellas fantasmales de los proyectos de la escuela, su lámpara metálica, su regla T cuidadosamente ajustada al borde, un viejo banco giratorio. Al lado del tablero, un armario guarda vasos con lápices, escuadras plásticas, un antiguo juego de lapiceras de tinta, libros, un anafre, una tetera de aluminio, tazas, cucharas, un viejo tocadiscos. Al lado de la ventana, un sillón de gastada felpa observa, mudo, el panorama de techos del barrio de Recreo. En las paredes, un par de viejos afiches de cine te hablan de tiempos idos: “Ya no basta con rezar”, “El chacal de Nahueltoro”. Un típico dormitorio-taller de un estudiante de arquitectura de los setenta. Sólo el orden y la pulcritud te dicen que ese estudiante era una mujer. Mientras tú observas, la Matilde ha puesto la tetera a calentar en el anafre y prepara las tazas. “Sí, ya sé, lo quieres bien cargado y bien dulce, no me he olvidado de tus gustos”, te dice, mientras ves con resignación que le agrega tres cucharadas de azúcar, y tú no quieres decirle que ahora tomas sacarina, pues los años te han desarrollado una tendencia a la gordura que no sospechabas en esa época. Te pasa la taza humeante y se prepara uno para ella. Luego, de un cajón inferior del armario saca varios viejos LP. “¿Qué quieres escuchar?. No, mejor voy a elegir yo”. La carátula muestra un hermoso paisaje de montañas y lagos, en el crepúsculo. Las montañas, negras, se recortan contra el rojo anaranjado del cielo y el lago. Haendel, Concerti Grossi Op.3, New Leipzig Bach Collegium Musicum. La música barroca agrega un tono de melancolía al ambiente. “¿Puedo fumar?”, preguntas, recordando aún que en esos años te retaba siempre que te encontraba con un cigarrillo en la mano. Pero ella, con un gesto indulgente, te pasa un cenicero de su mueble. Se ha sentado en el borde de la cama, en silencio, escuchando la música, con los ojos entrecerrados. Aspiras pausadamente el humo y te dejas llevar, también, por la grandiosidad de las flautas, el órgano y las violas. Te has abstraído totalmente cuando, de pronto, su silencio te pone en alerta. Ha escondido el rostro entre las manos y, ahora puedes ver, está sollozando, contenidamente. Una sensación de piedad infinita te impulsa a acercarte y abrazarla, a protegerla de sus desdichas, de su soledad, a darle lo que no te sientes capaz de darle. “Mati, Mati, no llores, estoy aquí”, le susurras, con tu rostro pegado al suyo, con tu rostro, que ahora comparte con el de ella la humedad tibia de sus lágrimas que corren, inconteniblemente, en un llanto que, quizás, ha estado retenido por décadas. “Sí, estas aquí, pero ahora serás tú el que se irá para siempre”, logra decirte, en medio de su llanto que ahora es el de una niña perdida. Y tú sabes que así será, que te irás para siempre. Pero ahora su cuerpo se ablanda, se deja llevar por tu abrazo, por el pobre consuelo que le pueden dar tus caricias, tus labios que han bebido sus lágrimas, tus manos en su cabello negro, y que luego la envuelven en un abrazo protector. Tus labios buscan los suyos, y ella se deja besar, respondiendo con furia y dolor. Ahora comienza el antiguo rito milenario del amor, el dolor, la pasión y el olvido. Ahora eres tú quién la guía, y poco a poco, en tus brazos, sus antiguos temores de doncella eterna se aquietan y encuentra quizás, por fin, el consuelo que ha buscado en todos estos años.

“Curioso, en verdad, la Matilde nunca se integró a los grupos de exiliados en Francia”, recordará el Carlitos. “Yo estuve con ella a fines del 74, en París. La encontré por casualidad, después de un acto de solidaridad con Chile. Ibamos de vuelta al departamento en el que vivía, con el Nabor Salas ¿te acuerdas?, y la vimos de lejos, sola. La llamamos a gritos, y al principio no nos hizo caso. Igual la alcanzamos y la llevamos a tomarse un café. Pero estaba muy callada, no le pudimos sacar nada, ni donde vivía, ni qué hacía, ni qué iba a hacer. Nos dejó super preocupados. Pero en esos tiempos estábamos metidos en tantos cuentos, la Resistencia, el Comité de apoyo exterior, rapidito nos olvidamos”. A pesar de lo avanzado de la hora, han prolongado la “sobremesa” del taller por más tiempo que lo habitual, entre negros comentarios sobre el desastroso estado de los proyectos de los alumnos, a una semana de la entrega final, condimentados con pelambres personales y recuerdos del almuerzo de los ex – alumnos. Has dejado que la conversación y los recuerdos del Carlitos fluyan, sin insistir demasiado, pero sabiendo que, tal vez, entre anécdotas y chistes, algo lograrás desentrañar de este enigma doloroso que no te ha abandonado la mente en más de dos semanas. Pero ahora José Luis comienza a ordenar su escritorio, con el gesto inequívoco de que ha llegado la hora de marcharse. “Ya es muy tarde, muchachos”.

Pero no es tan tarde todavía. Aún no son las diez de la noche cuando, lenta y calladamente, te incorporas del lecho en que ahora la Mati parece dormir, con el rostro distendido de un sueño tranquilo. La observas, mientras arreglas tu ropa y enciendes un cigarrillo, y encontrados sentimientos se disputan tu espíritu. Te sientas en la cama para abrocharte los zapatos. “Ya no llegué a las nueve”, piensas, cuando sientes, o adivinas, que ha abierto los ojos y te está mirando. Su mano se posa suavemente sobre tu espalda. “No te vayas todavía, no me dejes sola”. Por un momento sientes que de nuevo toda la ola de dolor y soledad te envuelve. Pero ella, sin gestos dramáticos, toma tu mano entre las suyas y la besa suavemente, en un gesto que te trae de nuevo la calma. ”Tengo que irme, sabes que tengo que irme”, y sus ojos te devuelven una mirada cariñosa y comprensiva, como antaño lo hacían. Nuevamente puedes reconocer a la misma Matilde de siempre, a la única que, ahora piensas, recordarás siempre igual, sin las humillaciones a las que nos somete el tiempo. “Eres única para mí, y siempre lo serás”, le dices ahora, súbitamente conmovido. “Bésame de nuevo, entonces, antes de irte”, te ha dicho, contagiada de esa emoción que de pronto te inunda, como adivinando que esa noche se ha cumplido un rito secreto e irrepetible. La besas, ahora suavemente, acariciando su cara y sus cabellos, y luego te dispones a marcharte. “Te acompaño”. La Mati arregla también su falda, su sweater negro. Bajan en silencio la escalera. Su mano aprieta la tuya, como en un mudo intento de retenerte. Tu también quisieras prolongar infinitamente estos momentos. La escalera pareciera en su longitud y en su ritmo estirar la despedida. Pero ya han llegado al zaguán. El primer piso duerme en la oscuridad y el silencio. Afuera, la ciudad bulle en esta noche de Sábado. “Adiós, Mati, no sé qué decirte”, le dices, mientras sientes que una tranquila tristeza los envuelve. “No me digas nada, sólo bésame”. Y el último leve gesto de este rito se consuma. Luego, mientras haces partir tu auto, aún la puedes ver, subiendo las gradas del porche y dándose vuelta por última vez para hacerte un breve gesto de adiós con la mano.

Mientras caminan hacia el estacionamiento, encogidos de frío, has dejado que José Luis se adelante, y esperas al Carlitos. Frotándote las manos, y en un tono que quiere ser casual, le preguntas: “pero cuéntame, ¿cuándo volvió?”. Te sorprende la súbita mirada de extrañeza del Carlitos. De pronto, y sin saber por qué, quisieras que no te respondiera. Pero ya tu colega, con voz que, de pronto, se ha tornado grave, te lo dice de una vez. “¿Volver?. No volvió nunca. Se suicidó el 75, en París. Lo leí en el diario, y alcanzamos a ir con el Nabor y unos pocos compañeros más a su entierro. No fue nadie más”.

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De este modo, el olvido te entregó una oportunidad que a pocos les es dada. Otras Matildes pasaron o quizás pasarán aún por tu vida sin dejar huellas, y a todas las olvidaste o las olvidarás como olvidaste una vez a la Matilde Poirier, pero por ella habrás descubierto que el olvido sólo es un profundo aposento, un vago sótano, en el que todo aquello que alguna vez te remeció el alma permanece inmaculado, inmune al lento deterioro del recuerdo.