lunes, 28 de junio de 2010

LA NAVE DE LOS MUERTOS

La Nave de los Muertos ha encallado en Valparaíso

“Por ahí pasó la muerte
tantas veces
la muerte que enlutó a Valparaíso”
Osvaldo “Gitano” Rodríguez





AGUA TIERRA AIRE FUEGO

La historia de Valparaíso está matizada y modulada por la presencia de la catástrofe, el naufragio, los terremotos y la muerte. No existe anecdotario, crónica o libro de viajes referido a la ciudad que no recoja estos sucesos. El fondo de la bahía acoge en su seno los restos de múltiples barcos, víctimas de la furis de las olas. Igualmente, las sucesivas líneas de costa que marcaron los distintos momentos en que la ciudad le ganó terreno al mar, como signo de progreso (hasta que dejó de hacerlo, hace ya muchas décadas), están sembradas por los restos de naves arrojadas por las olas y los temporales contra los roqueríos, naves que fueron mostrando sus esqueletos, cuadernas y quillas como los huesos varados de cetáceos antediluvianos, lentamente oxidándose, hasta que terminaban desapareciendo en la arena, desintegrados por la corrosión.
Pero no sólo el mar trae la destrucción y la muerte a la ciudad. También la tierra periódicamente se ensaña con ella, sacudiéndose como un ser vivo que quisiera desprenderse de las construcciones y obras de los hombres que sobre ella se asientan. Sólo durante al pasado siglo podemos hacer la crónica de, por lo menos, tres grandes terremotos destructivos, que marcaron con sus cicatrices el rostro de la ciudad, sin contar el reciente terremoto del 27 de febrero de 2010, el que, para Valparaíso, sólo fue el coletazo del cataclismo que se abatió sobre las regiones del Maule y del Bío Bío.
Y por el aire viajan los grandes temporales que, por si fueran pocas las heridas que dejan el agua y la tierra, se encargan de arrastrar las frágiles construcciones de laderas y quebradas. Con fatal y ciega periodicidad, las noticias nos informan de los derrumbes ocasionados por los temporales, en muchas ocasiones con resultado de víctimas fatales. La lluvia erosiona las quebradas, transformándolas en peligrosos lugares para habitar. Valparaíso, por su peculiar y única característica de ciudad construida sobre cerros, no sufre las inundaciones que otras ciudades experimentan en los inviernos, pero el agua, dinamizada por las pendientes, se transforma en fuerza destructiva y aluvión, año tras año.
Los bomberos constituyen una de las instituciones más características del puerto. Y no es por nada: las sirenas de sus carros bomba son una demasiado frecuente música de fondo que avisa a los porteños que un nuevo incendio consume una humilde vivienda en los cerros, o un antiguo edificio en el plan.
De este modo, los cuatro elementos muestran una particular atención por Valparaíso, marcándola con el estigma fatal de la decadencia, la destrucción y la muerte.
En el año 2003, la ciudad alcanzó la condición de Patrimonio de la Humanidad, como queriendo escapar, porfiadamente y contra la fuerza de su realidad, a su sino de ciudad de la muerte. Pero, no obstante los títulos, la ciudad avanza, paso a paso, hacia su destino de decadencia. Y, como si fuera necesaria una señal más poderosa, he ahí que la Nave de los Muertos ha encallado en Valparaíso.




La Nave de los Muertos
Durante muchos años los porteños se acostumbraron a la presencia vergonzante de la ruina que constituía el edificio Cousiño, construido en 1880 y conocido popularmente como “la Ratonera”. Por su ubicación, en el encuentro de las calles Blanco y Errázuriz, su enclave en un punto de discontinuidad de la trama urbana, inmediato a las principales vías de transporte público local y regional, el edificio constituye un hito en el paisaje urbano. Por otra parte, en los últimos años se había transformado en un lunar ciudadano, por su condición ruinosa, refugio de indigentes, víctima en diversas ocasiones de incendios intencionales.



Valparaíso, como afirma Sergio Rojas (1), “en cierto modo ya es una postal”. Capturada en innumerables


(1) Sergio Rojas, “Las obras y sus relatos”, Ediciones Departamento de Artes Visuales. Colección Escritos de Obras, Universidad de Chile, Facultad de Artes, Santiago, 2009. Pág.87.
fotografías, la ciudad forma parte del imaginario colectivo nacional, y en el imaginario colectivo local el edificio Cousiño era una más de las muchas “postales” con las que el habitante construye su imagen mental de la ciudad en la que vive, por las características que ya se han mencionado.
Seguramente, por todo lo anteriormente anotado, no ha pasado desapercibida, para el ciudadano común, la curiosa e inquietante transformación que este edificio ha experimentado en los últimos meses, luego del terremoto del 27 de febrero, y como consecuencia de haber quedado bajo el alero de una institución dedicada a la enseñanza y que se ha comprometido a rehabilitarlo.


De pronto, la tradicional y familiar imagen de la ruina, desprovista de cubierta, con los vanos abiertos mostrando la vegetación salvaje que libremente crecía en su interior, los muros de ladrillo ennegrecidos por los incendios, aparece transformada en una fantasmal nave varada en la ciudad, cubierta por un sudario, blanco en sus inicios, luego ennegrecido por el polvo y el hollín, sustentada por sus costados por postes metálicos anclados a grandes poyos de hormigón, como un navío en un dique seco, rodeado de containers, como si estuviera cargando o descargando su triste mercancía de cadáveres, rodeado de la tela de arañas de los cables eléctricos que lo reodean, atan y sujetan, como si de anclas se tratara, impidiendo su zarpe.

La nueva silueta se recorta poderosamente entre los edificios que la rodean y no pasa desapercibida. ¿Es un signo, es un símbolo?. No cabe duda que en una ciudad, marcada con el signo de la decadencia, maquillada como una anciana que no quiere ser sorprendida por la muerte y oculta sus arrugas y los estragos de la edad bajo capas de estucos, afeites y coloretes, la aparición de estos velos, que se repiten en muchos otros edificios luego del terremoto, constituye un nuevo signo de decadencia, como los velos detrás de los cuales los leprosos ocultaban los estragos de su terrible enfermedad.
La ciudad toda empieza a cubrirse de velos, de sudarios, que muestran, en su traslucidez, las llagas y heridas que el tiempo, la naturaleza y la incuria de los hombres van dejando en los edificios. Como un desfile de muertos vivientes, los edificios arrastran sus velos, ocultando detrás de ellos la pérdida de sus cornisas y ornamentos, degradando, ya sin retorno, sus cualidades arquitectónicas y estílisticas.
Es cierto, el edificio Cousiño sólo es uno más entre los muchos que hoy se ocultan tras sus sucios sudarios, y aún podríamos decir, para ser rigurosos con la verdad, que, en su caso, estos velos protegen los trabajos que procuran su rehabilitación. Pero no es menos verdad que su actual condición lo ha convertido en un agorero símbolo de la inevitable decadencia de una ciudad en la que el cuidado de su condición patrimonial no pasa por insuflar vida a sus barrios, a sus edificios, a sus calles, sino por maquillar y amortajar las fachadas, conservando una apariencia superficial de vida que sólo oculta la degradación que habita tras ellas.

La Nave de los Muertos, como la aparición del Caleuche o del Holandés Errante, anuncia con su sombría presencia la desgracia, la muerte y el olvido.




José Agustín Vásquez M.
Valparaíso, Junio de 2010

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