Travesía al fondo del olvido
..., porque el olvido es una de las formas de la memoria, su vago sótano, la otra cara secreta de la moneda.
J. L. Borges.
“Maldita sea”, piensas, mientras conduces de vuelta a Viña. El paisaje del valle de Casablanca desfila monótonamente a los 100 kph. reglamentarios que pacatamente respetas, a causa de tu larga hoja de vida anterior como conductor imprudente. “Maldita sea”, piensas, recordando el infinito almuerzo de constitución del Centro de ex-alumnos de arquitectura de la Universidad de Chile de Valparaíso, en el que, de un plumazo, todo un paisaje mítico de tu vida, ya teñido del vago y creciente color sepia de la fotografía del grupo de Taller de ese año ya remoto de 1971, que tienes guardada en el laberíntico e impenetrable fondo de algún cajón de tu escritorio, fue borrado, para asumir los colores de la realidad cotidiana. ¿ Cómo volver a evocar el dulce rostro de la Marina Ponce, nimbado por su cabello rubio, cuando al frente tienes a una gorda de triple papada y cortos cabellos de cincuentona? . Al menos, piensas, girando la vista hacia la mesa de la derecha, la Sonia Borchers aún conserva ese cuerpo de gacela que, tímidamente, no te atrevías a mirar en esos años, y que hoy miras disimuladamente, con la misma timidez de humilde mechón. Aún está ese lunar sobre el labio superior, que pareciera tirar la comisura derecha hacia arriba, en una permanente e irónica sonrisa lateral. Al otro lado de la mesa, el perfil de halcón de José Luis Morales (quien lo diría, ahora director de la Escuela) observa, con la misma distancia evocativa, al grupo de más de cien cuarenticincuentones que se han reunido en un restaurante viñamarino (algunos de ellos venidos de lejanos rincones del país) para intentar, en una larga, emotiva y etílica tarde de sábado, reconstruir los misteriosos e indescifrables hilos que en algún momento los unieron. Y, aunque a José Luis no lo has dejado de ver en estos veinticinco años que han pasado desde el 73 (un hito siempre presente en la pequeña historia de estas generaciones), no dejas de observar las canas, la papada que comienza a descender, la red de arrugas en torno a los ojos que, de pronto, se avivan y te envían una mirada cómplice, como adivinando que, por un momento, un pensamiento mudo y compartido ha vibrado en la atmósfera.
Entretanto, la música en vivo "de la época" hace retumbar el aire, caldeado por el sol poniente del otoño viñamarino, que ya asoma en el filo de los toldos. Y, mientras el cantante, especialmente contratado para la ocasión, entona "Arriba en la cordillera", a su lado, Renán Illescas, como corifeo beodo y feliz, canta en "playback" canciones de las que ya hace muchos años olvidó la letra. Poco a poco se van animando los concurrentes y, al primer bailable que se deja oír, se forman las parejas, que ahora giran en un animado bolero. "No bailaré ni aunque me saque la Sonia" piensas, justo cuando ves con horror apenas disimulado que se te acerca la Gaby Fernández y te arrastra de la mano al centro de la pista, envolviéndote en el torbellino de un ritmo que, con tu innata torpeza, serás incapaz de seguir.
“Maldita sea”, piensas, envuelto en tu chaquetón azul marino, recuerdo aún cercano del colegio, mientras el frío de esa mañana de Abril de 1971 te envuelve y ves, con la reiterada desilusión de esos primeros meses de Universidad, que esto no es el colegio, y que las ocho y media de la mañana aquí equivalen a un vago momento más cercano a las nueve, y que toda tu formación de puntualidad de nada te servirá en la vida que comienzas. Detrás del monumento a Lord Cochrane se asoma el ecuatoriano, otro que arrastra las mismas costumbres y que ha sido tu única compañía matutina en este primer mes y medio de universidad. Ambos se miran, con el aspecto resignado de quienes se repiten interiormente "mañana si que me levanto más tarde", aún sabiendo que seguirán siendo mocosos de colegio por mucho tiempo más. Poco después, el primer auxiliar aparece con paso cansino por la esquina de Almirante Martínez con Blanco y, calmadamente, procede a abrir los candados y a levantar la reja metálica, que le da a la Escuela el aspecto de una bodega más, igual a tantas otras de la calle Blanco. El frío en el desolado hall no es menor que el de la calle, pero poco a poco empieza a ceder ante la paulatina llegada de alumnos, profesores y funcionarios, que llenan de rumores la vieja Escuela. Nadie sospecha que, muy pronto, deberán abandonarla ante los graves daños que el terremoto de Julio causará a la vieja casona, iniciando un éxodo que se prolongará por dos años y que abrirá un largo proceso de desintegración de los lazos que, hasta entonces, los unían.
En la amplia escalera que conduce al segundo piso comienzan a ubicarse los distintos grupos que aguardan la hora de entrar a clases o que, simplemente, se ubican allí para participar de la animación de este pequeño mundo. En el primer tramo, las "profanadoras de cunas", las “comemechones”, la Paz Palominos y las dos Paulinas conversan animadamente, prestas a poner en apuros a cualquier desdichado mechón, como tú, que se vea en la obligación de pasar entre ellas para acudir a sus clases, y que deberá pagar el peaje de ser interrogado sobre su nombre, su edad o cualquier otra información que requieran estas hermosas arpías, que ahora disfrutan de su superior posición de alumnas de segundo año para hacer sufrir a los nuevos lo que sufrieron ellas el año anterior. Con dificultad te abres paso, pero ya el Pájaro Noziglia te rescata, con su cancha y su sabiduría milenaria en estos avatares, y te arrastra a la sala donde, con mucho retraso, comenzará la sesión del Taller de primer año. En el lugar del profesor, un extraño personaje los observa con mirada turbia e irónica. Unos cabellos largos y desordenados, poblados de canas, un sweater de cuello tortuga blanco, con una que otra salpicadura de vino tinto, un informe pantalón gris, y unos zapatos que lucen orgullosamente un gran agujero en la suela, constituyen la apariencia, que en los próximos años se les hará familiar, del Alex Dorfman, al que, por el momento, observan sorprendidos, pensando, tal vez, que ese personaje no puede ser un profesor de verdad, que van a ser sometidos a una nueva broma mechona. 27 años después, aún recordarán con nostalgia al Alex, imaginándolo ahora, exiliado y derrotado, quizás alcoholizado, en Europa. ¿Alcoholizado? ¿Y todos estos que ahora bailan animadamente un twist, se abrazan o, simplemente, recuerdan sus experiencias en común, acaso no están tan exiliados, derrotados o alcoholizados como suponen al Alex?. Quien esté sobrio que lance la primera piedra.
"Por fin me soltó", respiras, dedicándole una sonrisa a la Gaby, para luego volver a tu mesa, donde te reciben, entre irónicos comentarios, el último de los Mohicanos, el Tule y el Euclidín. El sol, entretanto, se ha situado en la franja de cielo entre el toldo y el horizonte y penetra sin obstáculos en el comedor. El vino no ha faltado, y un trago de un vaso, de propiedad indefinida, te reconcilia con la tarde. Los grupos se descomponen y se recomponen en el lento caminar de la tarde. En los parlantes se suceden sin tregua los Iracundos, Silvio Rodríguez, Serrat o la Violeta. "Moros y cristianos", piensas, viendo al Ricardo Rojas y al cura Collins que se vuelven a abrazar por vigésima vez en la tarde. Claro que eran muchos más moros que cristianos, lo que ha pasado es que los moros se han renovado, luego del largo exilio y el retorno. Al observar a tu colega de universidad, el Negro Veas, bailando con la Sonia, no puedes dejar de observar, entre divertido y picado, la curiosa posición que adoptan los cuerpos. De la cintura para arriba, la pareja establece la "distancia íntima, fase cercana" que tal vez el mismo Negro te enseñara (“la dimensión oculta”, Edward Hall, etc.) cuando fue tu profesor en primer año. Culminando con su atezado y prognático rostro pegado a la oreja derecha de la Antonia, los cuerpos inician un suave ángulo, que los va apartando en forma descendente, hasta culminar en la "distancia social, fase lejana" a la altura de las pelvis, para luego volver a acercarse en la inofensiva región de los pies. "Tengo permiso hasta las nueve", piensas, recordando súbitamente a tu mujer y tus hijos.
Otros amores también han quedado en el camino. Dramas y tragedias se desparraman en veinticinco o más años, héroes y tumbas que hoy reviven, al llamado de los rostros y los nombres, los recuerdos y las leyendas. ¿ Cómo no derramar un lagrimón cuando la Consuelo Rodríguez, al borde del sollozo, recuerda a "los que no están", y especialmente al chino Juantok, uno de los dos detenidos desaparecidos de la Escuela, junto con el "Chula" Gajardo?. Sí, como no derramar un lagrimón, piensas, aún cuando no olvidas que el chino, tu ayudante de Taller en ese primer semestre de 1973, no dejó de acosarte, como aislado y odiado cristiano entre tanto moro. Pero, en fin, así eran aquellos tiempos. Quizás si el chino hubiera sobrevivido a ese abismo de odios y sangre y sombras, y si tal vez se hubiera hecho acreedor a la "beca Pinochet", y después de todos estos años pudiera estar aquí, compartiendo con todos, tal vez también habría olvidado, como tantos otros y como tú mismo, todas las distancias y todos los odios.
Has olvidado todos los odios, o casi todos. Pero ¿ y los amores?. ¿ En qué lugar del fondo del escritorio aún yacen olvidadas las cartas y las fotos de esos años?. Y si los odios de aquella época eran, en general, colectivos, los amores, en cambio, resultan incompartibles y, piensas, no hay nada que pueda cambiar su tono sepia para traérnoslos a un presente en tecnicolor. Aunque mejor toca madera, pues cualquier día de éstos te encuentras a la vuelta de la esquina con alguno de tus amores pasados, y, entonces, bastaría una sola papada colgante para barrer definitivamente con todo tu pasado. Sí, has llamado, luego de ese almuerzo, a tu lejano compadre, amigo y hermano, el flaco Giannini, para compartirle tu emoción. Lo que no has querido compartir con él ha sido su contraparte, esa sensación de haber encontrado la Ciudad de los Césares y haber descubierto que sus calles no estaban pavimentadas de plata y sus tejados de oro, y que sus habitantes no eran inmortales. No, no harás eso con el flaco, con el cual has compartido tantos años de recuerdos, música y fotografías viejas y del que conoces su sensibilidad ante un pasado que han convertido en un objeto cristalino y pulido. No le echarás encima todo el óxido que de pronto ha caído sobre ti.
Con frecuencia, la realidad supera a la literatura, piensas, a la vista del animado grupo que prosigue su informal rito de baile, alcohol y emoción, y recordando la novela “A tango abierto”, de Ana María del Río, cuando ya una faja rojo violáceo se extiende por el horizonte. Aunque hay que reconocer que no hubo nadie, de este grupo, que no leyera y comentara esta novela que, con todo, supo dar cuenta de la historia de una generación, tratando de descubrir en sus personajes a tal o cual amigo o compañero. Pero no es precisamente un funeral lo que los congrega, como en la novela, sino un alegre e infinito almuerzo. ¿Cómo que no es un funeral? , te retrucas rápidamente. ¿ Y qué ha sido de mis recuerdos, de las musas que me acompañaron tantos años?. ¿Acaso no están siendo enterrados hoy por esta obscena exhibición de gorduras, arrugas y canas, en la que también yo tengo algo que aportar?. Pero, espera un poco, ¿no estás exagerando la nota?. También hay muchos que no han cambiado, también hay muchos rostros que habías olvidado y que hoy, al verlos nuevamente después de veinticinco años, te han refrescado la memoria de tantos hechos ya olvidados. No puedes negar, por ejemplo, que la casi lastimosa visión del Reinoso, aún con su ajado chaquetón azul marino de los setenta, te ha golpeado dolorosamente la memoria. Además, ¿son sólo los rostros y los cuerpos?. No hay nada que pueda borrar esos tiempos de invierno (curiosamente, todos los recuerdos de aquella época tienen un clima invernal y gris), de café y berlines en el Vienés, sopaipillas en el Mercado y marraquetas con palta en la Pérgola o en la Guay. Pero ahora ya te cuesta recordar esos tiempos con los mismos rostros de entonces. ¿Cómo volver a una tarde de invierno de temporal desatado en Valparaíso, tomándole fotos a las olas en la Costanera, quitándole veinte kilos y veinte centímetros de largo de pelo al flaco?. De aquellos años, además de los hechos, nimbados por el aura de la fatal mitificación de la propia historia, te queda también el recuerdo incorruptible de los que ya no están, o de los que aún no reaparecen: tu hermano, “tan niño y muerto”, el pobre flaco Montaner, muerto allá lejos, en Venezuela, las mechonas del setentaidos (la Lily, la Caty, la Nany, la Coky, la Marcela, la Viveca, muerta en Europa, con su calidez y su transparencia de virgen hippie).
Un bocinazo te aúlla su reproche y su insulto en el oído izquierdo y te devuelve a la realidad, retomando tu pista y tus cien kph.. A la derecha, Lo Vásquez va quedando atrás y en el horizonte ya comienza a asomar la bruma costera. Unos minutos más y estarás en Viña. Cierras los ojos nuevamente y te acomodas en el asiento del Cóndor-Bus, para aprovechar los últimos minutos de sueño que te brinda el viaje. Llegarás a tu pensión y desarmarás la maleta, guardarás el sempiterno queque que tu madre te ha mandado, el tarro de leche condensada, el chancho chino. Copuchearás todavía un rato con tus compañeros de pensión antes de acostarte para mañana repetir la rutina de todos los Lunes, como has repetido la rutina de los fines de semana: tomar el bus a Santiago, la micro “Colón Oriente-Plaza Brasil”, el largo atravesar la ciudad de poniente a oriente, arrastrar tu maleta cargada de la ropa sucia de la semana, ir a buscar a la Silvana, tu polola de tantos años, llevarla a tu casa, tomar once, salir nuevamente a dar una vuelta, al cine o a tomarte un helado, a endosarle tus rollos políticos, tus mentiras, tu cansancio de la semana, los mismos que terminó años después por devolverte, aumentados con los intereses acumulados de siete años de pololeo-matrimonio, dejándote varado entre el vacío interior de la soledad y el vacío externo de la vida plana y sin horizontes del largo paréntesis militar, en el que, sin piedad, la realidad terminó por dar cuenta de tus esperanzas, y en el que, sin transición, pasaste de la cuasiclandestinidad política a la única y ramplona preocupación por sacar el título.
“La rosá, la rosá con el clavel... .”, entona el cantante, y al ritmo de la cueca vuelan pañuelos y nadie se arruga ante el desafío. Tú sí, y miras hacia el horizonte, que ahora palidece ante la retirada del día, para que tu mirada no se encuentre con la de ninguna entusiasta que tenga la ocurrencia de sacarte a bailar. Cautelosamente, vuelves a mirar a las mesas, y entonces la ves.
-“Cuéntame, ¿en qué curso estás y cómo te llamas?”.
No te ha emboscado en la escalera, y no es tan bonita como la Paz o las Paulinas. Pero hay algo que te atrae en su mirada, una mezcla de bondad y picardía, de solicitud maternal y de sutil insinuación, de sabiduría e ingenuidad. Es bastante mayor que tú, debe estar en cuarto año, por lo menos. No muy alta, delgada, de pelo negro. Hay algo en el gesto de su boca, en el brillo de sus ojos, en la espontaneidad de abordarte sola, no amparada en el grupo, que te da confianza y restablece tu aplomo, permitiéndote contestarle con cierta cancha, sin caer en el lamentable tartamudeo que fatalmente te provocan las emboscadas de las arpías, e incluso preguntarle su nombre.
“No puedo recordar como se llama”, piensas, mientras te das vuelta para ver si el Mohicano o algún otro la recuerda. Pero ahora ella se ha levantado, y baila un “lento” con alguien que tampoco conoces, manteniéndose de espaldas a tu mesa. Tus compañeros de mesa, entretanto, han alcanzado un estado de embriaguez que los inhabilita hasta para recordar su propio nombre. Dos jóvenes arquitectos, a los que no conoces, se te acercan, afirmándose el uno en el otro, y con lengua estropajosa te reprochan algo que no alcanzas a captar, preocupado como estás de no perderla de vista, pero se ha perdido con su pareja entre las otras, y te resignas a ponerle atención al beodo par, que ahora te abraza por ambos lados y, con esa actitud tan típica de los borrachos, sentimental y agresiva, te sacan en cara que no los hayas invitado nunca a unas imaginarias partuzas que, supuestamente, organizas en tu departamento (pero qué partuzas, de qué departamento me están hablando estos carajos). Con fastidio les haces ver que se equivocan, que no eres la persona que ellos creen. Pero te insisten, que no, que vos soi el Lolo, que no andís con chivas, que soi un maricón egoísta, que para otra partuza los tengo que invitar. Sin falta, les prometes, y te desembarazas de ellos. Ella ha vuelto a su mesa, extrañamente sola. A su alrededor, las caderas giran en un twist enloquecedor. Los borrachos ahora disputan entre sí, peleando por sacar a bailar a la Consuelo Rodríguez, que ha sido la reina de la pista toda la tarde y que, fácilmente, los dobla en edad. La sigues mirando, ahora con insistencia, hasta que, por fin, logras encontrarte con sus ojos. Sólo el asomo de una sonrisa de reconocimiento apunta en sus labios, pero es suficiente pretexto para intentar aproximarte, aún cuando sientes que una irritante ola de timidez te hace pesados los pies. Su mesa está al otro lado del comedor. Alguien te toma del brazo. Es Millán, el peruano, responsable del almuerzo y de toda la organización. Quiere saber qué ha pasado con los de tu curso, porqué han venido tan pocos. Le explicas que el fax, que el Hernán Altmann, que una mala coordinación, que para la próxima sí, de todas maneras. Pero ahora sólo quieres acercarte a ella y leer el nombre que, como todos, llevará puesto en la previsora etiqueta que les han pegado a la entrada. Buena idea, en verdad, pues, si no, ¿cómo hubieras identificado a tanto rostro, aún familiar, pero que no logra encontrarse con un nombre?. Al otro extremo del comedor, la semisonrisa de reconocimiento ha dado paso a una más franca actitud de espera, matizada de una cierta ironía maternal, como la mirada que podría posar una madre sobre un bebé que da sus primeros torpes pasos. Pero ya el bebé ha llegado y, disimuladamente, intenta leer la etiqueta.
“Estoy en primero, y me dicen el Lolo, ¿y tú?”. Te avergonzaría confesar tus recién cumplidos dieciséis años, delatados, sin embargo, por tu apodo, que seguirás arrastrando por décadas. Sientes que una distancia milenaria te separa de ella y, al mismo tiempo, la tibieza que trasunta su sonrisa te llama a acercarte a ella, casi a hundirte en su poncho negro tejido, a huir de tus tontas trancas de adolescente. Ella se ha sentado en la escalera que conduce del segundo piso al amplio espacio del taller de primer año, en la mansarda del tercer piso, y ha dejado a su lado la croquera, como invitándote a leer su nombre escrito con plumón negro y con grandes letras de arquitecto en el borde inferior del cholguán.
Matilde Poirier. Sabías que tenía que ser un nombre así. Nada te cuesta imaginarla con vestido hasta los tobillos, con botines amarrados, y hasta con un sombrero con velo. A pesar que el nombre en la etiqueta no se nota mucho, te ha bastado reconocer el “Matilde” para que un oculto clic se te active en la memoria y de golpe ese archivo se abra como en el computador y te despliegue un cúmulo de recuerdos que, de no haber sido por la circunstancia, habrían permanecido encarpetados para siempre.
“Invítame a un café”. Te ha tomado del brazo y, suavemente, te arrastra por la escalera hacia el primer piso, entre los grupos de estudiantes que se arraciman. Pero cuando has querido seguir hacia el subterráneo, a la cafetería de la Escuela, con la misma imperiosa suavidad te ha sacado a la calle y ahora cruzan Blanco y por Almirante Martínez doblan hacia Esmeralda y caminan hacia el Vienés. El frío de la mañana aún no cede ante el brillante sol que ya inunda los cerros porteños, pero que aún no aterriza en la profunda calle, atrapada entre los edificios y el cerro y ya poblada por el activo trajín matutino de un Lunes en la mañana en Valparaíso. El cálido ambiente del café los envuelve. Ubican una mesa y piden dos cortados. Rebuscas en el bolsillo de tu chaquetón y sacas la ajada cajetilla de Hilton, sin saber qué decir. Pero será ella, será siempre ella la que en adelante te llevará de la mano, apareciendo de pronto en los rincones más inesperados de los cerros de Valparaíso, o en una esquina de a Plaza Victoria, o en el asiento trasero de la micro en que vuelves, a medianoche, a tu pensión, en una relación de mutua atracción que nunca se materializó en nada, y que en Septiembre del 73 desapareció en los rincones de tu memoria, sin que lo notaras y sin nostalgias. Así olvidaste a la Matilde Poirier, como olvidaste a tantos otros de “antes de” en el mundo tranquilo, tedioso y vacío en que se desenvolvió tu vida a partir de entonces. Así la olvidaste, y ahora, 25 años después, igual que entonces, ella reaparece con su misma mirada bondadosa e irónica.
“¿Dónde has estado en estos veinticinco años?”, le preguntas, esperando con temor una respuesta que supones cargada de dolorosas historias de exilio. Porque también ella, pensabas en esos tiempos, era mora, aunque no fanática.
“¿La Matilde? ¡pero si estaba en el GPM del Mir regional!”, te asegurará, días después, Carlitos Pérez, alias “Fantomas”, antiguo mirista cargado a Trotzki, hoy colega del Lolo como profesor de taller, mientras beben el último café de la tarde en la oficina de José Luis, luego de una agotadora e interminable sesión de corrección. El semestre llega a su fin y los alumnos aprovechan las últimas sesiones del taller para intentar aferrarse a algún salvavidas que evite el naufragio de sus proyectos. Por eso las tardes de los Lunes y los Jueves se prolongan hasta las diez o las once de la noche. El local de Playa Ancha, en donde terminó por anidar la escuela, es un frigorífico inhóspito e impersonal, en el que las nuevas generaciones han terminado por perder toda mística, toda idea de grupo.
“¿Y qué crestas era el GPM?”, preguntas, curioso y divertido, por la extraña confianza que, a tantos años de distancia, se ha creado entre los moros y los cristianos de entonces, ahora uniformados en una actitud descreída e irónica que hace aparecer como casi absurdas las antiguas distancias. Así te enteras, ahora, que el famoso GPM era nada menos que la estructura militar central del Mir, y que para pertenecer a ella había que ser un revolucionario de tomo y lomo, como el Chula Gajardo o el guatón Peñailillo. ¡Quién lo diría, la Matilde guerrillera!. Ella, con su suavidad, con ese su deslizarse por la escuela, callada y anónimamente. Pero ¿no eran así también la Sonia, la Raquel Goldberg, con su belleza casi estatuaria, la Sandra Rodríguez, que vivió luego su largo exilio, no en Francia, ni en Bélgica, ni en Europa en general, como tantos otros, sino pura y duramente en Cuba?. Pero claro, entender a los revolucionarios de la izquierda como una especie de energúmenos peludos y vociferantes tal vez no era sino una forma de caricaturizar al inimicus para mejor personalizarlo o identificarlo. Pues, meditas ahora, ¿cómo ignorar al Che cuando decía algo así como que el revolucionario está guiado, en el fondo, por un profundo sentimiento de amor?. Y, quizás, ahora puedas entender porqué la Matilde se alejó sutilmente de ti el 73. Quizás porque ya empezaba a ver en ti a un engranaje, tal vez insignificante, pero ya irremediablemente unido a la maquinaria de la conjura antimarxista que se alzaba ya, a partir de Marzo, como una muralla ante el paso del socialismo en marcha. O quizás porque, a esas alturas, otros deberes exigían de ella un mayor compromiso, y ya no había cabida en su vida para un tiempo personal.
La Matilde, una guerrillera. Pero en este momento aún no la ves así, al observarla tan igual, tan ella misma, veinticinco años después, ahora también de negro, pero con una mini que, a pesar que ya bordea los cincuenta, calculas para tí, le sienta como a una lola de dieciocho. No te ha contestado de inmediato, como si, al mismo tiempo que te mira con su infinita dulzura, meditara cuidadosamente la respuesta. “He estado en todas partes, pero ahora estoy de vuelta para quedarme”, te dice, en tono casual, como si ese “estar en todas partes” no significara lo que tú ya conoces, por los relatos de tantos otros, amigos y compañeros, que dejaron tantos años en una vida de gitanos internacionales, siempre con las maletas sin deshacer, encontrándose y separándose por todos los países de Europa, nunca arraigados en ningún lugar, estudiando, trabajando, casándose y descasándose, pariendo hijos que luego no quisieron volver a una patria que nada les decía y en la que no habían perdido nada, comiendo falsas empanadas los dieciocho, mojadas con vinos ajenos, soñando siempre, pero cada vez menos, con una revancha que nunca llegó.
“¿Y te casaste, tuviste hijos, te titulaste?”. Su rostro, aún increíblemente terso, no se altera. Pero, en lo profundo de sus ojos negros, percibes una tristeza infinita. Por un momento adivinas algún secreto drama, y te das cuenta que has metido las patas. Pero ella, pasado ese breve instante, distiende la atmósfera por la que ha pasado una ráfaga de dolor. “No, ahora vamos a hablar de ti. Te devuelvo la pregunta”. Sí, claro, le dirás, como si fuera natural y lógico estar casado, tener cuatro hijos, haberse titulado, tener tu oficinita, hacer clases. No calculas la crueldad que puede significar el exhibir una vida tan standard para quienes no la tuvieron. Pero, claro, no es tampoco el momento ni se han acortado tanto las distancias como para hablarle de tus propios dramas, de tu hermano y tu padre, de sus muertes tan simétricamente trágicas, de tus fracasos y tus desilusiones. No se ha reconstruido aún, y tal vez no se vuelva a reconstruir nunca, ese fino y sutil hilo que alguna vez los conectara. Pero ella te escucha hablar de la Consuelo, tu mujer, del Lolo chico, del Javierito, el Martín y la Consuelito, tus orgullos, y sonríe maternalmente, sin rencores. Disimuladamente miras el reloj. “Tengo permiso hasta las nueve”, recuerdas.
Disminuyes a 80 en la curva de Peñuelas. El cielo radiante ahora se ha cubierto con la bruma costera. Paulatinamente la temperatura ha descendido. Pasado el control policial, aceleras nuevamente, enciendes un cigarrillo y bebes un largo trago de agua mineral de la botella que siempre llevas contigo en estos viajes. Son recién las seis y media de la tarde, vas a llegar temprano a Viña, así es que no podrás sacarle la vuelta a la oficina, y te vas a eternizar, seguro, hasta las nueve, devolviendo llamadas, continuando algún proyecto en el computador, redactando alguna carta, cuando lo que tendrías que hacer es terminar ahora mismo la semana, llamar a la Consuelo, ir al centro a tomarte un café, vitrinear alguna librería, hacer así más largo un fin de semana que, de lo contrario, siempre se te hace corto.
Pero este fin de semana sí que se ha hecho eterno. La tarde se ha deslizado lenta y reposadamente.
“ Muchas veces te dije que antes de hacerlo había que pensarlo muy bien....”, entona ahora el cantante, cuyo repertorio parece ser infinito. Ambos se han quedado por un instante en silencio y, siguiendo un impulso que adivinas compartido, la coges de la mano y bailas ahora con ella, ya olvidada la timidez inicial. En el pasado nunca bailaste con ella, y te sorprende ahora su liviandad, lo pequeña que la sientes en tus brazos, la tibieza, ahora física, que te traspasa la cercanía de su rostro al tuyo, el aroma, nada sofisticado, de su cabello y de su rostro. Poniendo suavemente una mano contra tu cuerpo, se aparta un poco para mirarte.
“Qué lástima que nos hayamos visto tan tarde, tengo que irme luego”. Una súbita desazón te invade. Imaginas marido, hijos, o quizás sólo una pareja, pues ya le has mirado disimuladamente la mano y no has visto ninguna argolla, o tal vez viene de otra ciudad, tiene que tomar el bus. “No te vayas”, le dices, casi en un ruego, “no me has contado nada de ti todavía”. Nuevamente la tristeza asoma en el fondo de sus ojos. Tal vez no hay nada que contar, sólo una larga soledad, o tal vez haya mucho, pero demasiado doloroso, piensas.
“Tengo que irme, pero a lo mejor me puedes llevar”. Y sales con ella, luego de coger tu chaqueta de la mesa ahora vacía, pues tus compañeros se han repartido entretanto entre los otros grupos. Atrás queda el comedor, la música, que ahora, casi simbólicamente, es el “Volver a los diecisiete”. Sí, piensas, volver a los diecisiete, pero después de vivir un siglo. Caminan en silencio hasta el estacionamiento. Ya se ha hecho de noche, pero aún es temprano. En el cruce de la caleta Portales, gran cantidad de autos circulan por la avenida España. “¿Viña o Valparaíso?”, le preguntas.
“ Estoy en Agua Santa”, te dice. Ese “estoy” te habla de una existencia en la que nada es definitivo ni estable, una existencia de viajes y traslados, en la que nada es propio ni familiar. Conduces por la avenida España hacia Viña. En silencio pasan por Capuchinos, Caleta Abarca. “¿Sabes?, me hubiera gustado invitarte a un café en el Vienés, pero ya no existe”, le dices, para romper ese silencio que se te hace penoso. Pareciera que después de tu familia y su silencio ya no hubiera nada que decir. Y sin embargo, aún hay tanto en tu emoción contenida, en sus silencios cargados de tristeza. Luego del semáforo tomas a la derecha por Agua Santa. Pasada la Gruta, te indica una calle a la derecha, luego otra a la izquierda. Una hilera de casas iguales: dos pisos, techos altos, un pequeño antejardín. “Aquí vive mi vieja”. Te estacionas, le abres la puerta, ya con la angustia de sentir que ahí acabará todo, que te quedarás con la sensación de que hubo tanto que decir. Pero ella te toma de la mano, como en otros tiempos. “Pasa, ya que no nos tomamos el café en el Vienés, tomemos uno acá, ¿o te pensabas ir y dejarme?”. Algo de la antigua picardía ha vuelto a brotar. En el pequeño zaguán, revuelve su cartera y saca unas llaves. “Creo que son éstas”. Adentro, reina la oscuridad, sólo interrumpida por una vaga luminosidad, en el fondo del pasillo que parece dividir la casa en dos. Pero ya prende una luz que te deja ver, a la derecha, una escalera paralela al pasillo y que se interna hacia lo alto. A la izquierda, una puerta de vidrios palillados, por la que te hace pasar a un saloncito con muebles antiguos, cuadros en las paredes, antiguas fotos en blanco y negro, libros. “Espérame un poco, voy a ver a mi vieja”. Te ha dejado, y la escuchas caminar por el largo corredor. Con curiosidad, observas las fotos: una pareja, con sus trajes de novios. Años cuarenta, calculas. Luego la misma pareja, en el frontis de una casa, en la que te parece reconocer la misma en la que ahora estás. En los brazos de la mujer, una niña pequeña. “La Matilde”, adivinas. Otras fotos, de personajes desconocidos. En otra foto, la Matilde en los setenta, pero que podría ser la Matilde hoy. Sólo las ropas permiten adivinar la época. Y ahí está la Matilde, en otra foto, en la orilla de un río. Pero claro, es el Sena, al fondo se ve la torre Eiffel. “Así es que se fue a Francia”, piensas.
“Sí, pero primero estuvo presa varios meses, antes que la expulsaran del país”, te dirá el Carlitos, recordando seguramente su propio exilio. Un último café y el Jueves de taller habrá terminado. Ya nada se puede hacer para huir del frío glacial de la escuela, en la que ahora reina el silencio nocturno. Terminado el último cigarrillo tomará cada uno su auto y volverá a su casa, hasta el próximo Lunes, último día de corrección antes de la entrega final. Pero ya los dados están echados, y no hay corrección que salve a los náufragos.
También la Matilde tiene ojos de náufrago en esta foto. El náufrago que recién ha llegado a una desolada isla y, si bien es cierto que ha salvado el pellejo, adivina con temor los peligros que se pueden ocultar en esta tierra ignota, donde tendrá que dar una dura lucha por sobrevivir y, si la fortuna lo acompaña, ser algún día rescatado, o tal vez, como un trágico e ignorado Robinson, morir en la soledad, lejos de los suyos y sin siquiera un Viernes amigo, devorado tal vez por bestias salvajes, o condenado al hambre en una isla sin recursos. Te imaginas a tí mismo en una situación similar y adivinas que tu destino sería, sin duda, el de consumirte en la nostalgia de lo que queda atrás. Escuchas los pasos leves de la Matilde, que vuelve por el largo corredor y, pudorosamente, te alejas de las fotos para ponerte a leer los títulos de los libros que se ordenan en estanterías a ambos lados de una pequeña chimenea. Balzac, Victor Hugo, Mariano Latorre, Coloane, Oscar Castro. “¿Te gustan los libros?. Esos eran de mi papá, creo que en mi taller, bueno, en lo que fue mi taller, hay literatura más moderna, ven, acompáñame, y nos tomamos el café arriba. Mi mamá se quedó dormida, la pobre”. Te conduce por la larga escalera de un tramo que sube al segundo piso. Una ventana en lo alto deja pasar la tenue luz de la calle, iluminando con una luz espectral la subida. Arriba, otro corredor comunica las vagas y silenciosas habitaciones del segundo piso. Sólo el leve ruido de los pasos quiebra el uniforme silencio de esta casa que se te antoja deshabitada. Caminan sin hablar por el corredor hacia una puerta que se advierte al final. “Este era mi taller, mi mamá no lo ha tocado”. La luz que ahora enciende te muestra una habitación de mediano tamaño: una cama con su velador, un antiguo tablero de dibujo forrado en hule, en el que todavía se ven las huellas fantasmales de los proyectos de la escuela, su lámpara metálica, su regla T cuidadosamente ajustada al borde, un viejo banco giratorio. Al lado del tablero, un armario guarda vasos con lápices, escuadras plásticas, un antiguo juego de lapiceras de tinta, libros, un anafre, una tetera de aluminio, tazas, cucharas, un viejo tocadiscos. Al lado de la ventana, un sillón de gastada felpa observa, mudo, el panorama de techos del barrio de Recreo. En las paredes, un par de viejos afiches de cine te hablan de tiempos idos: “Ya no basta con rezar”, “El chacal de Nahueltoro”. Un típico dormitorio-taller de un estudiante de arquitectura de los setenta. Sólo el orden y la pulcritud te dicen que ese estudiante era una mujer. Mientras tú observas, la Matilde ha puesto la tetera a calentar en el anafre y prepara las tazas. “Sí, ya sé, lo quieres bien cargado y bien dulce, no me he olvidado de tus gustos”, te dice, mientras ves con resignación que le agrega tres cucharadas de azúcar, y tú no quieres decirle que ahora tomas sacarina, pues los años te han desarrollado una tendencia a la gordura que no sospechabas en esa época. Te pasa la taza humeante y se prepara uno para ella. Luego, de un cajón inferior del armario saca varios viejos LP. “¿Qué quieres escuchar?. No, mejor voy a elegir yo”. La carátula muestra un hermoso paisaje de montañas y lagos, en el crepúsculo. Las montañas, negras, se recortan contra el rojo anaranjado del cielo y el lago. Haendel, Concerti Grossi Op.3, New Leipzig Bach Collegium Musicum. La música barroca agrega un tono de melancolía al ambiente. “¿Puedo fumar?”, preguntas, recordando aún que en esos años te retaba siempre que te encontraba con un cigarrillo en la mano. Pero ella, con un gesto indulgente, te pasa un cenicero de su mueble. Se ha sentado en el borde de la cama, en silencio, escuchando la música, con los ojos entrecerrados. Aspiras pausadamente el humo y te dejas llevar, también, por la grandiosidad de las flautas, el órgano y las violas. Te has abstraído totalmente cuando, de pronto, su silencio te pone en alerta. Ha escondido el rostro entre las manos y, ahora puedes ver, está sollozando, contenidamente. Una sensación de piedad infinita te impulsa a acercarte y abrazarla, a protegerla de sus desdichas, de su soledad, a darle lo que no te sientes capaz de darle. “Mati, Mati, no llores, estoy aquí”, le susurras, con tu rostro pegado al suyo, con tu rostro, que ahora comparte con el de ella la humedad tibia de sus lágrimas que corren, inconteniblemente, en un llanto que, quizás, ha estado retenido por décadas. “Sí, estas aquí, pero ahora serás tú el que se irá para siempre”, logra decirte, en medio de su llanto que ahora es el de una niña perdida. Y tú sabes que así será, que te irás para siempre. Pero ahora su cuerpo se ablanda, se deja llevar por tu abrazo, por el pobre consuelo que le pueden dar tus caricias, tus labios que han bebido sus lágrimas, tus manos en su cabello negro, y que luego la envuelven en un abrazo protector. Tus labios buscan los suyos, y ella se deja besar, respondiendo con furia y dolor. Ahora comienza el antiguo rito milenario del amor, el dolor, la pasión y el olvido. Ahora eres tú quién la guía, y poco a poco, en tus brazos, sus antiguos temores de doncella eterna se aquietan y encuentra quizás, por fin, el consuelo que ha buscado en todos estos años.
“Curioso, en verdad, la Matilde nunca se integró a los grupos de exiliados en Francia”, recordará el Carlitos. “Yo estuve con ella a fines del 74, en París. La encontré por casualidad, después de un acto de solidaridad con Chile. Ibamos de vuelta al departamento en el que vivía, con el Nabor Salas ¿te acuerdas?, y la vimos de lejos, sola. La llamamos a gritos, y al principio no nos hizo caso. Igual la alcanzamos y la llevamos a tomarse un café. Pero estaba muy callada, no le pudimos sacar nada, ni donde vivía, ni qué hacía, ni qué iba a hacer. Nos dejó super preocupados. Pero en esos tiempos estábamos metidos en tantos cuentos, la Resistencia, el Comité de apoyo exterior, rapidito nos olvidamos”. A pesar de lo avanzado de la hora, han prolongado la “sobremesa” del taller por más tiempo que lo habitual, entre negros comentarios sobre el desastroso estado de los proyectos de los alumnos, a una semana de la entrega final, condimentados con pelambres personales y recuerdos del almuerzo de los ex – alumnos. Has dejado que la conversación y los recuerdos del Carlitos fluyan, sin insistir demasiado, pero sabiendo que, tal vez, entre anécdotas y chistes, algo lograrás desentrañar de este enigma doloroso que no te ha abandonado la mente en más de dos semanas. Pero ahora José Luis comienza a ordenar su escritorio, con el gesto inequívoco de que ha llegado la hora de marcharse. “Ya es muy tarde, muchachos”.
Pero no es tan tarde todavía. Aún no son las diez de la noche cuando, lenta y calladamente, te incorporas del lecho en que ahora la Mati parece dormir, con el rostro distendido de un sueño tranquilo. La observas, mientras arreglas tu ropa y enciendes un cigarrillo, y encontrados sentimientos se disputan tu espíritu. Te sientas en la cama para abrocharte los zapatos. “Ya no llegué a las nueve”, piensas, cuando sientes, o adivinas, que ha abierto los ojos y te está mirando. Su mano se posa suavemente sobre tu espalda. “No te vayas todavía, no me dejes sola”. Por un momento sientes que de nuevo toda la ola de dolor y soledad te envuelve. Pero ella, sin gestos dramáticos, toma tu mano entre las suyas y la besa suavemente, en un gesto que te trae de nuevo la calma. ”Tengo que irme, sabes que tengo que irme”, y sus ojos te devuelven una mirada cariñosa y comprensiva, como antaño lo hacían. Nuevamente puedes reconocer a la misma Matilde de siempre, a la única que, ahora piensas, recordarás siempre igual, sin las humillaciones a las que nos somete el tiempo. “Eres única para mí, y siempre lo serás”, le dices ahora, súbitamente conmovido. “Bésame de nuevo, entonces, antes de irte”, te ha dicho, contagiada de esa emoción que de pronto te inunda, como adivinando que esa noche se ha cumplido un rito secreto e irrepetible. La besas, ahora suavemente, acariciando su cara y sus cabellos, y luego te dispones a marcharte. “Te acompaño”. La Mati arregla también su falda, su sweater negro. Bajan en silencio la escalera. Su mano aprieta la tuya, como en un mudo intento de retenerte. Tu también quisieras prolongar infinitamente estos momentos. La escalera pareciera en su longitud y en su ritmo estirar la despedida. Pero ya han llegado al zaguán. El primer piso duerme en la oscuridad y el silencio. Afuera, la ciudad bulle en esta noche de Sábado. “Adiós, Mati, no sé qué decirte”, le dices, mientras sientes que una tranquila tristeza los envuelve. “No me digas nada, sólo bésame”. Y el último leve gesto de este rito se consuma. Luego, mientras haces partir tu auto, aún la puedes ver, subiendo las gradas del porche y dándose vuelta por última vez para hacerte un breve gesto de adiós con la mano.
Mientras caminan hacia el estacionamiento, encogidos de frío, has dejado que José Luis se adelante, y esperas al Carlitos. Frotándote las manos, y en un tono que quiere ser casual, le preguntas: “pero cuéntame, ¿cuándo volvió?”. Te sorprende la súbita mirada de extrañeza del Carlitos. De pronto, y sin saber por qué, quisieras que no te respondiera. Pero ya tu colega, con voz que, de pronto, se ha tornado grave, te lo dice de una vez. “¿Volver?. No volvió nunca. Se suicidó el 75, en París. Lo leí en el diario, y alcanzamos a ir con el Nabor y unos pocos compañeros más a su entierro. No fue nadie más”.
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De este modo, el olvido te entregó una oportunidad que a pocos les es dada. Otras Matildes pasaron o quizás pasarán aún por tu vida sin dejar huellas, y a todas las olvidaste o las olvidarás como olvidaste una vez a la Matilde Poirier, pero por ella habrás descubierto que el olvido sólo es un profundo aposento, un vago sótano, en el que todo aquello que alguna vez te remeció el alma permanece inmaculado, inmune al lento deterioro del recuerdo.