jueves, 29 de marzo de 2012


¿Llorando
tendré que estar
la vida entera?

Entre tantos niños
que rondan por las calles
no he podido hallar
al único que busco.

(dedicada a mi hijo, Francisco Javier Vásquez Valdovinos (+26 de marzo de 2012)

domingo, 4 de marzo de 2012

LAS URSULINAS DE LOUDUN Y LA ENDEMONIADA DE SANTIAGO. Demonio y ciencia en los siglos XVII y XIX

Las Ursulinas de Loudun y la “endemoniada de Santiago”:
Demonio y ciencia en los siglos XVII y XIX


El caso de supuesta posesión demoníaca, acontecido en el convento de las monjas ursulinas de Loudun, Francia, en 1632, estudiado por Aldous Huxley en su ensayo interpretativo titulado “Los demonios de Loudun”(1952), así como el caso llamado de la “endemoniada de Santiago”, acaecido en Chile en el año 1857, y ampliamente documentado en el libro “Demonio y psiquiatría”, de Armando Roa, permiten tener una mirada desde el presente sobre la consideración religiosa y médica sobre el tema del Demonio en dos momentos distinto de la historia, separados por dos siglos.

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Un aspecto muy importante en la visión que nos entrega Huxley en “Los demonios de Loudun” es aquel de la autotrascendencia del ser humano. Todo ser humano se mueve por un impulso de
autotrascendencia, el que en general es inconsciente, pero que también puede hacerse consciente en determinados casos. Pero esta autotrascendencia puede llevar al hombre a superar su humanidad (los casos de heroísmo o de martirio por una causa justa se pueden ver como momentos posibles de autotrascendencia), pero también pueden llevarlo a profundidades y perversidades insospechadas. El impulso de autotrascendencia es tan general y tan poderoso como el de autoafirmación. Los hombres quieren reforzar en su interior la conciencia de que son lo que siempre han considerado ser, pero también de que son algo más. La conciencia inmediata del propio ser genera un deseo de rebasar ese yo aislado que es cada uno. De un modo “mediano y vago” sabemos quiénes somos en realidad. La autotrascendencia nos libera del yo prisionero, pero es más fácil de describir que de alcanzar, y no se encuentra siempre en lo alto. Muchas veces consiste en una evasión hacia abajo, hacia un estado que se halla por debajo de la personalidad, en la animalidad y el desajuste mental o en alguna autodispersión que se manifiesta en el arte, en el entretenimiento o en cualquier tarea mecánica. Estos sustitutos de la autotrascendencia ascendente, estas evasiones en lo humano o en lo subhumano, resultan, en ocasiones, desastrosas. Desde el político mesiánico que cree ser el elegido para salvar al pueblo y lo lleva a la desgracia, hasta el sacerdote que abusa de jóvenes entregados a su formación y cuidado espiritual, pasando por el integrante de la “barra brava” que, sumergido en la multitud siente que debe asesinar al integrante de la barra rival, en todos estos casos vemos este impulso de autotrascendencia hacia lo bajo. En el caso que se analiza aquí, a partir del deseo sexual insatisfecho de la superiora de un convento se desencadena un fenómeno de histeria colectiva que involucra a todas las monjas y que terminará en el drama de un sacerdote, Urbain Grandier, quemado en la hoguera, acusado de ser el hechicero culpable de la posesión demoníaca.

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La vida conventual, en el siglo XVII, representaba el destino fatal para muchas jóvenes pertenecientes a la pequeña nobleza provinciana que abrazaban el estado monástico no por una vocación religiosa, sino simplemente porque en sus hogares no había los recursos necesarios para proporcionarles una dote de acuerdo a su alcurnia. En general, nada escandaloso había en esto (salvo para nuestro juicio contemporáneo): las hermanas obedecían la regla de su orden, con más resignación que entusiasmo, y se dedicaban a tareas de educación, artesanías, cuidado de enfermos, y no mucho más. En el convento de las ursulinas de Loudun, establecido en 1626, las cosas no eran distintas. Inicialmente con muy escasos recursos, lograron una cierta prosperidad dedicándose a la educación de las hijas de la burguesía local. En 1627 asumió como superiora la madre Juana de los Ángeles, hija del barón de Coze, de 25 años de edad. Afectada de un defecto físico (era de estatura extremadamente baja, casi enana), arrastraba por ese motivo un fuerte resentimiento que le impedía sentir afecto por nadie, ni siquiera por sí misma. Afectada de aquello que se ha dado en llamar “bovarismo” (por Madame Bovary), tendencia humana por la cual imaginamos ser lo que no somos y actuamos en base a ello, la hermana Juana de los Ángeles, con un fuerte complejo de superioridad, creyó ser una experta en teología mística, a través de la lectura de libros clásicos de vida espiritual, como la Vida de la Santa Madre Teresa de Ávila o las Confesiones de San Agustín. Esta convicción no la abandonó en toda su vida y, más aún, fue reforzada por el episodio de la supuesta posesión demoníaca, sintiendo que en ese episodio ella había sido un instrumento privilegiado de Dios para sus misteriosos propósitos, en un autoengaño que duró toda su vida.

Por su parte, el otro actor principal en este drama, el sacerdote jesuita Urbain Grandier, era un
personaje digno de la literatura picaresca: de gran elocuencia y dotado de gran atractivo físico, había logrado una reputación de tenorio en la ciudad de Loudun, y en torno a él se tejía una maraña de rumores y verdades. Inmiscuido en la política local, se había hecho de muchos importantes enemigos, entre ellos quien se desempeñara, temporalmente caído en desgracia con el rey, como prior de Coussay, que no era otro que el obispo de Lucon, Armand-Jean du Plessis de Richelieu, quien, en 1622, fue designado primer ministro del rey y cardenal.

La fama de Grandier llegó hasta el convento de las ursulinas y a los oídos de la superiora. Pero el
sacerdote no tenía razón alguna para visitar el convento, no era el director espiritual de las religiosas y sus múltiples litigios no le dejaban tiempo para nuevas aventuras. La superiora fue víctima de su imaginación y de un sentimiento lujurioso hacia lo prohibido e imposible (y que, además, no demostraba mayor interés en ella ni en las monjas del convento). Esto repercutió en su salud, que se vio seriamente quebrantada. Sucedió entonces que el sacerdote que oficiaba de director espiritual de las hermanas falleció, lo que le dio, por fin, oportunidad a la superiora para solicitar a Grandier lo reemplazara. Cortésmente, éste declinó tal solicitud, aduciendo obligaciones ineludibles en su parroquia. La desilusión transformó el deseo en odio. Habiendo asumido como director espiritual otro sacerdote, el canónigo Mignon, quien tenía más de un pleito personal con Grandier, la hermana Juana de los Ángeles pasó a integrar el selecto grupo de los enemigos del jesuita. Una inocente broma sobre fantasmas entre las monjas jóvenes y las alumnas cedió el paso a un ambiente de terror con historias de fantasmas, duendes y aparecidos, que luego se transformaron, en el clima de celibato del convento, en íncubos que se introducían en las celdas y en los lechos de las novicias. Informado de ello el canónigo Mignon, éste transformó estas historias de aparecidos en demonios, asegurando a la superiora y a las hermanas que estas alucinaciones eran realmente manifestaciones satánicas. Luego de ello, y habiéndose reunido con el círculo de enemigos de Grandier, el canónigo solicitó el auxilio de un exorcista. Habiéndose constituido un equipo de sacerdotes para tal efecto, a los pocos días del inicio del exorcismo ya todas las monjas aseguraban haber recibido visitas nocturnas del supuesto hechicero.

Pronto esta situación trascendió a la población, que se enteró que una legión de demonios había
invadido el convento de las ursulinas, y que dichos demonios responsabilizaban de su presencia a
Grandier quien, al enterarse de estas historias, no hizo más que encogerse de hombros. Mientras tanto, el equipo exorcista se reforzó con nuevos sacerdotes, entre ellos el párroco de Chinon, Barré, quién dispuso que los exorcismos se realizaran a puertas abiertas, con lo que la población pudo acceder a tan singular espectáculo al que colaboraban las monjas con gran entusiasmo. Día tras día se sucedía este espectáculo gratuito, en el que las monjas y novicias eran sometidas al ritual del exorcismo y a otros humillantes procedimientos, como el ordenado por Barré al boticario Adam, quién procedió a administrarle a la superiora una lavativa intestinal con la enorme jeringa de latón que se utilizaba para tales procedimientos médicos, logrando que el demonio Asmodeo abandonara el cuerpo de sor Juana. De este modo, la buscada autotrascendencia de la superiora le resultaba accesible en el hundimiento en la deshumanización y la sexualidad. Llegado a este punto, el ser humano sólo puede seguir hundiéndose. Sor Juana, conociendo que lo que hacía la llevaba a ser condenada, de acuerdo a sus creencias, no podía más que seguir hundiéndose en el autoengaño de la posesión, en las manos fanáticas del canónigo Barré, quien le aseguraba que estaba endemoniada y que sus delirios eran provocados por siete demonios que la poseían, al punto que ella misma, años después, sostenía que “los demonios actuaban de acuerdo con los sentimientos de mi alma: se comportaban de un modo tan sutil que yo misma no creía que tuviese algún demonio dentro de mí”. Liberadas con la justificación de la posesión, las monjas dieron rienda suelta a sus instintos, fantasías y deseos más reprimidos, declarando a los exorcistas haber sido sometidas a copulación con los demonios y desfloradas. Habiendo sido visitadas por médicos, por orden del Parlamento de Burgundy, estos declararon no haber encontrado evidencia alguna de posesión, pero sí indicios de que todas las monjas padecían una enfermedad denominada, por entonces, furor uterinus. Una vez establecido este clima, los exorcistas se sintieron seguros como para provocar en sor Juana la confesión, que le fue arrancada en presencia del primer magistrado de la
ciudad, que quien había causado la posesión era Urbain Grandier, lo que permitía acusarlo de brujo y hechicero y llevarlo a juicio.

La brujería hoy nos provoca incrédulas sonrisas. No obstante, en el siglo XVII era considerada un crimen, y desde 1603 bastaba con acusar a alguien de hechicero, sin que hubiera de por medio atentado contra la vida de las personas, para ser declarado criminal y condenado a muerte “pues la hechicería constituye la más alta traición contra la majestad de Dios. Por eso los acusados han de ser sometidos a tortura a fin de que confiesen…..y al que se hallase culpable, aunque confiese su crimen, sométasele a tortura, haciéndole padecer todas las torturas prescritas por la ley, en cuanto puede ser castigado en proporción a su delito”1.
Una tradición inmemorial ha hecho intervenir al o a los demonios en los asuntos de los hombres, a veces valiéndose de los mismos seres humanos. Durante la Edad Media e inicios de la Moderna, en el ámbito cristiano los hechiceros y sus clientes tenían el status de agentes al servicio de una potencia extranjera, y cuyo castigo era la muerte. En nuestros tiempos son pocos los que aún creen en los demonios, pero en muchos casos el comportamiento tiene una notable similitud con la actitud que se tenía frente al hereje o al acusado de hechicero: transformando teorías en dogmas, adversarios en

1 Kramer y Sprenger: Malleus Maleficarum. Trad. por Rev. Montague Ulman, Londres, 1938, págs..5-6, citado en Huxley, Aldous, Los demonios de Loudun,
Editorial Planeta, Barcelona, 1972.


demonios absolutos, absolutizando lo relativo. Por entonces, a la luz de los actuales ordenamientos jurídicos, los juicios contra herejes y hechiceros resultaban una caricatura de justicia, permitiéndose testigos y evidencia de cualquier tipo, aconsejando la tortura como herramienta de confesión y la falsa promesa de perdón con el mismo objeto. Por otra parte, hasta fines del siglo XVII los inquisidores y magistrados civiles aceptaron la validez de “pruebas de hechicería”, tales como señales de cualquier tipo en el cuerpo del acusado, insensibilidad de esas señales, presencia de pezones suplementarios, y otras del mismo carácter. Igualmente podía atribuirse a los hechiceros la capacidad de provocar cambios climáticos, enfermedades o impotencia en las víctimas de hechicería. En ciertos momentos del siglo XVI la vida social pudo llegar a ser muy semejante a la vida social bajo una dictadura militar sudamericana del siglo XX, en que la acusación de comunismo podía ser motivo de detención, tortura y muerte. La represión contra la brujería y las prácticas hechiceras llegó a niveles muy altos, precisamente porque la extrema represión favorecía, paradojalmente, el aumento de personas que se
sentían tentadas a realizar prácticas de ese tipo, y la hechicería dejó de ser un problema social hacia principios del siglo XVIII, porque ya nadie se preocupaba de reprimirla. La iglesia consideraba dichas prácticas una realidad terrible que debía ser combatida con extrema severidad. En la población la constante propaganda contra la brujería genera un ambiente general de credulidad en ellas, al punto que cualquier mal que acontece es rápidamente atribuido a algún conjuro brujeril, con su correspondiente hechicero, que puede ser el vecino envidioso o la mujer engañada. La vida de las comunidades aldeanas se afirma sólidamente en la superstición, el temor y la desconfianza. No obstante, en los estratos más cultos se manifestaba la duda respecto de la posibilidad o la existencia de la hechicería. Santo Tomás impugna a quienes dudan, estigmatizando tales dudas como herejía o error procedente de la infidelidad. La actitud oficial de la iglesia era considerar la incredulidad ante la hechicería no como herejía, pero sí como sospechosa de cuidado. Montaigne, en el siglo XVI, decía “Después de todo, es dar mucho valor a una opinión particular eso de tostar a un hombre vivo en atención a la brujería”. En el mismo siglo, el médico alemán Johann Weier y los ingleses Scot, Gifford y Harsnett se enfrentaron contra la caza de hechiceros y la teoría de la intervención diabólica. Pero frente a ellos había muchos creyentes, entre ellos Jean Bodin, quien pensaba que los incrédulos debían ser igualmente arrojados a la hoguera. También sir Walter Raleigh y Francis Bacon participaban del partido de los crédulos. Y también estaban los que, creyendo en la teoría de los encantamientos y los hechizos, no se sentían inclinados a proceder contra sus supuestos autores, deplorando el celo exagerado de los fanáticos.

En los acontecimientos de Loudun deben distinguirse las acusaciones de posesión demoníaca
sostenidas por las monjas y la supuesta causa de esa posesión, es decir, las artes mágicas
supuestamente practicadas por Grandier. La gente más culta estaba convencida de la inocencia del párroco y se sentía escandalizada por el alevoso procedimiento en su contra. El rey y la reina eran crédulos fervientes, no así sus cortesanos. Todos los contemporáneos, hombres de letras, con excepción de los sacerdotes directamente involucrados en los exorcismos, que escribieron a propósito de Grandier después de su muerte defendieron su inocencia. El alto clero, a su vez, tenía opiniones divididas. El cardenal Richelieu, por su parte, en algunos escritos se manifestaba absolutamente escéptico y en otros crédulo.

La población, por su parte, en algunas comarcas, todavía a fines del siglo XVII compartía creencias y supersticiones entre el cristianismo impuesto hacía más de mil años y la llamada “religión antigua” europea, de origen precristiano. Como dice Huxley, adoraban a Dios por el día y por la noche al diablo. El culto primitivo se movía entre 4 fiestas anuales o Sabbaths. Entre ellos estaban los semanales Esbats. En los Sabbaths se contaba con un invitado imprescindible: el demonio, representado por algún asistente, al cual los devotos rendían homenaje besando una máscara adosada al trasero. En estas ceremonias tenían lugar rituales de copulación con el demonio, romerías y actos orgiásticos de promiscuidad sexual. Para hacer más abominables los crímenes por los que era juzgado Grandier, se le acusó de participación en ritos de Sabbath y de ser miembro de la iglesia diabólica. Por otra parte, el magistrado, el señor de Cerisay, estaba convencido de que no había realmente posesión. Intentó detener los exorcismos, pero los sacerdotes exhibieron una orden del Obispo que les ordenaba continuarlos hasta nueva orden. El magistrado, entonces, solicitó estar presente durante la celebración de los rituales, ante lo cual los astutos sacerdotes comunicaron que “las monjas se habían calmado”, por lo que, de momento, no se necesitaban nuevos exorcismos. Sin embargo, los padres habían retirado a sus hijas del colegio conventual y las pocas personas que iban al convento se referían a la
extraña conducta de las monjas. Consultados los médicos más eminentes de la ciudad, elaboraron un informe que enviaron al magistrado, concluyendo que, a pesar de que las monjas eran víctimas de alucinaciones, estas no se debían a la intervención de demonios o espíritus.

Ante esto, el magistrado solicitó al Obispo terminar con “el artilugio más funesto que la bellaquería logró inventar en el transcurso de muchos siglos”. El Obispo, señor de la Rochepozay, no contestó a esta carta, predispuesto por razones políticas contra Grandier. El magistrado, entonces, se dirigió a la más alta magistratura, extendiéndose en la descripción de los grotescos detalles de la horrible farsa que se estaba representando en Loudun. Por fin, el Arzobispo intervino en el asunto y envió a su médico personal, que no toleró ningún histerismo ni actuaciones de ese tipo de parte de las monjas, que se comportaron como inocente rebaño de ovejas durante la investigación. El Arzobispo dio orden que en adelante los exorcismos habían de ser practicados por aquellos señalados por él. Curiosamente, durante meses no hubo demonio alguno al que exorcizar. Los desvaríos de las monjas dieron paso a una gran vergüenza y un profundo remordimiento, más la convicción de hallarse en grave pecado. No poseídas, todos los actos abominables cometidos aparecían como crímenes propios, que les abrían bajo los pies las fauces del infierno. Para empeorar aún más la situación, todos les retiraron el apoyo que tuvieron mientras estuvieron “poseídas”. Desparecieron las criadas de la cocina y la carne de la mesa. Las monjas empezaron a mirar atrás con nostalgia, hacia los días felices de la posesión.

Pero, al mismo tiempo, los aires políticos nuevamente se hicieron desfavorables al párroco. Sus
enemigos hicieron valer sus influencias ante el cardenal Richelieu y ante el rey para borrar la afrenta causada por el Arzobispo. La visita del príncipe Henri de Condé, el mayor adulador del cardenal, sirvió para representarle nuevamente el espectáculo de las monjas, convenientemente reposeídas, y para suplicarle al príncipe que informara de ello a Su Eminencia. Por otra parte, acusaron ahora a Grandier de ser el autor secreto de un panfleto difamatorio contra Richelieu escrito seis años antes.

Ello dio origen a una orden real promoviendo una investigación del caso. Se dictó una orden de
detención contra Grandier, que fue llevado a la prisión del castillo de Angers. Posteriormente
devuelto a Loudun, el sacerdote fue encerrado en una improvisada celda en el desván de una
propiedad del canónigo Mignon, en inhumanas condiciones. Seis meses de sosiego de las monjas no fueron obstáculo para que mediante unos cuantos exorcismos públicos, volvieran a encontrarse en el estado de frenesí deseado. Las mismas convulsiones, las mismas obscenidades, las mismas blasfemias. Todo volvió a ser como antes. El público retornó a presenciar el mismo espectáculo y acudían viajeros desde todos los rincones de Francia. Las posadas no daban abasto y las ursulinas recibieron un subsidio regular del tesoro real, además de las limosnas de los fieles, que nuevamente volvieron a fluir, y de los turistas, que generosamente dejaban su óbolo para procurarse algún beneficio milagroso.

Pero el propósito de los exorcistas no era la liberación de las monjas del dominio satánico, sino la
acusación contra Grandier. Todo lo que las monjas confesasen, aún por boca del mismo demonio
(padre de la mentira), que incriminase al sacerdote, sería utilizado como prueba, aún cuando la
doctrina oficial sostiene que al demonio no debe creérsele, afirmando que “nadie debe admitir la
acusación de demonios y menos aún hacer uso de exorcismos con el propósito de descubrir las culpas de un hombre…”, y que el demonio es enemigo del hombre y está dispuesto a soportar el tormento del exorcismo con tal de causar agravio al alma de una persona. Sin embargo, los exorcistas de Loudun mantuvieron su propia y original doctrina, aprobada por el cardenal Richelieu. Acusado Grandier por una de las hermanas legas de haber sido prostituida por él, a pesar de que Grandier no la había conocido nunca, y por la superiora, que denunció que el sacerdote acusado poseía en su cuerpo cinco zonas insensibles, señal inequívoca de brujería, y habiendo sido atormentado por el cirujano del pueblo, que le exploró el cuerpo con un estilete clavado hasta los huesos, el que, de vez en cuando, era invertido, presionando con el extremo romo, para que “aparecieran” las zonas de insensibilidad, en medio del horroroso dolor que le causaban las pinchaduras, se “comprobó” la veracidad de las acusaciones. A su vez, las monjas en masa le acusaron de haber merodeado en espíritu durante meses por sus celdas, cuchicheando obscenidades e insinuaciones.
Leer los atestados del juicio puede resultar sorprendente. Al mismo tiempo que los demonios
vomitaban obscenidades y blasfemias atroces contra Dios, Jesucristo y la Virgen María, sin embargo nunca hicieron otra cosa que alabar las virtudes del cardenal Richelieu. Evidentemente, las monjas estaban poseídas por la histeria, pero nunca tanto como para olvidar a quien las alimentaba.

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Sabemos hoy, por las investigaciones desarrolladas por la psicología, respecto de los casos de doble personalidad. Evidentemente, sor Juana de los Ángeles de vez en cuando le daba vacaciones a su ego y, en vez de ser la respetable superiora de un convento, se tomaba la libertad de convertirse por algunas horas o algunos días en una salvaje y una blasfema que adoptaba el nombre de Asmodeo, Balaam o Leviatán. Pero en esos años no existía la noción moderna de una personalidad escindida. El alma es una sola, y los comportamientos de la religiosa sólo podían deberse a tres causas: una enfermedad como la “melancolía”, desorden “humoral” del cuerpo que trastorna la mente; un fraude premeditado o definitivamente, la posesión a cargo de los demonios. Esta última, que hoy se explicaría como una personalidad dividida, se explicaba como la expulsión del alma fuera del cuerpo y su sustitución por uno o más espíritus sobrehumanos que habitan en nuestro mundo. Por otra parte, tampoco la idea del subconsciente era conocida o formulada. De un lado estaba el alma o yo consciente, y del otro Dios, los santos y una multitud de espíritus, buenos y malos. Los fenómenos que ahora explicamos como actividad subconsciente eran negados o atribuidos a la acción de espíritus exteriores al hombre. Algunos testigos imparciales pudieron dar cuenta del innoble espectáculo circense que desarrollaban los exorcistas, como vulgares empresarios de circo dando a conocer a un público morboso las “gracias” de sus artistas: “adelante, señoras y señores, acérquense para ver y creer…”.

Ahora, si la idea de fraude era excluida, y la explicación fisiológica también (mas había quienes creían que la solución era una buena dosis de latigazos: el marqués de Couldray-Montpensier, hermano de dos de las monjas, las arrancó de manos de los exorcistas, las alimentó y las zurró hasta que los demonios, rápidamente, desaparecieron), sólo quedaba en pie la explicación de que se trataba de una posesión diabólica y de un acto de brujería, no obstante haberse mezclado, durante todo el proceso, los rituales con la aplicación de cuanto brebaje, purgante, píldora o lavativa que la medicina de entonces aconsejaba contra los males de la “hipocondría” y la “melancolía”. En Loudun coexistieron estos dos mundos, el de la medicina de época y el de los ritos del exorcismo, en una curiosa mezcla cómplice.

Hoy la idea de posesión por espíritus es sólo mantenida por el catolicismo y por el espiritismo,
aunque modernamente, los exorcistas se declaran conformes con que la mayoría de los casos es
dudosa, atribuible a trastornos que pueden ser tratados por la psiquiatría. La creencia en la posesión por demonios declinó casi totalmente durante el siglo XIX, pero fue reemplazad por la creencia en la encarnación en médiums de espíritus desencarnados. Para la teología cristiana, el demonio no es un principio ni una substancia, sino una disminución del ser en criaturas que provienen de Dios. No hay un demonio, sino una multitud de ellos, ángeles caídos separados de Dios, cada uno con su carácter, su temperamento y su idiosincrasia.2 Una comprensión como la que impusieron los exorcistas en Loudun es sinónimo de un entendimiento maniqueo del mundo, en el que el Demonio es el principio opuesto a Dios, a nivel del propio Dios. Esta comprensión a menudo resulta desastrosa para efectos del sentido mismo de la religión, pues quienes la sostienen, antes de emprender una cruzada por Dios, dentro de sí mismos, la emprenden contra el Demonio que habita en los otros, Ormuz contra Arimán.


2 CATECISMO DE LA IGLESIA CATOLICA:
391 Detrás de la elección desobediente de nuestros primeros padres se halla una voz seductora, opuesta a Dios (cf. Gn 3,1-5) que, por envidia, los hace
caer en la muerte (cf. Sb 2,24). La Escritura y la Tradición de la Iglesia ven en este ser un ángel caído, llamado Satán o diablo (cf. Jn8,44; Ap 12,9). La
Iglesia enseña que primero fue un ángel bueno, creado por Dios. Diabolus enim et alii daemones a Deo quidem natura creati sunt boni, sed ipsi per se
facti sunt mali("El diablo y los otros demonios fueron creados por Dios con una naturaleza buena, pero ellos se hicieron a sí mismos malos") (Concilio de
Letrán IV, año 1215: DS, 800).
392 La Escritura habla de un pecado de estos ángeles (2 P 2,4). Esta "caída" consiste en la elección libre de estos espíritus creados que rechazaron radical
e irrevocablemente a Dios y su Reino. Encontramos un reflejo de esta rebelión en las palabras del tentador a nuestros primeros padres: "Seréis como
dioses" (Gn 3,5). El diablo es "pecador desde el principio" (1 Jn 3,8), "padre de la mentira" (Jn 8,44).
393 Es el carácter irrevocable de su elección, y no un defecto de la infinita misericordia divina lo que hace que el pecado de los ángeles no pueda ser
perdonado. "No hay arrepentimiento para ellos después de la caída, como no hay arrepentimiento para los hombres después de la muerte" (San Juan
Damasceno, De fide orthodoxa, 2,4: PG 94, 877C).
394 La Escritura atestigua la influencia nefasta de aquel a quien Jesús llama "homicida desde el principio" (Jn 8,44) y que incluso intentó apartarlo de la
misión recibida del Padre (cf. Mt 4,1-11). "El Hijo de Dios se manifestó para deshacer las obras del diablo" (1 Jn 3,8). La más grave en consecuencias de
estas obras ha sido la seducción mentirosa que ha inducido al hombre a desobedecer a Dios.
395 Sin embargo, el poder de Satán no es infinito. No es más que una criatura, poderosa por el hecho de ser espíritu puro, pero siempre criatura: no
puede impedir la edificación del Reino de Dios. Aunque Satán actúe en el mundo por odio contra Dios y su Reino en Jesucristo, y aunque su acción cause
graves daños —de naturaleza espiritual e indirectamente incluso de naturaleza física—en cada hombre y en la sociedad, esta acción es permitida por la
divina providencia que con fuerza y dulzura dirige la historia del hombre y del mundo. El que Dios permita la actividad diabólica es un gran misterio, pero
"nosotros sabemos que en todas las cosas interviene Dios para bien de los que le aman" (Rm 8,28).

La mayor parte de quienes han escrito sobre el proceso de Loudun coinciden en afirmar la inocencia de Grandier. No obstante, aún hay quien mantiene la teoría de que lo sucedido fue un auténtico caso de posesión demoníaca. A la luz de los documentos de época y de los actuales conocimientos de psicología parece difícil sostener tal afirmación. Nada parece desmentir que la causa de la conducta de las monjas fue lisa y llanamente la histeria de un grupo de mujeres tal como ha sido conocida y tratada por los psiquiatras modernos. Por otro lado, no se dio, al menos seriamente, ninguno de los requisitos que la iglesia católica considera para calificar un suceso de esta naturaleza como posesión demoníaca: la prueba del lenguaje, la prueba de la fuerza física de excepción, la prueba de levitación y la prueba de clarividencia y previsión. Y, a pesar que todas estas pruebas se intentaron en Loudun sin éxito, los exorcistas mantuvieron la calificación de los sucesos como un episodio de posesión, pues el propósito evidente no era liberar a las monjas de los demonios, sino condenar a Grandier al costo que fuera necesario. De allí que hechos tan evidentes como que los demonios que poseyeron a las hermanas que no hablaban en latín también fueran ignorantes de esta lengua, siendo explicado esto atribuyéndolo a la existencia de diablos no instruidos (en tanto que el único demonio “instruido” que hablaba latín era uno de los que poseyó a la superiora) fueran considerados sin mayor importancia.

Las reglas instituidas por la propia iglesia fueron acomodadas con el objeto de condenar a Grandier bajo cualquier circunstancia. Las obscenidades y blasfemias vociferadas por las monjas, así como sus impúdicas actitudes, se consideraron suficientes pruebas de auténtica posesión, puesto que, se dijo, no eran concebibles en religiosas con la formación de estas ursulinas, como tampoco en persona alguna.
Todo esto resulta hoy ingenuo y patético: no hay horror que no pueda ser concebido por la mente humana. El fenómeno llamado inducción opera a distintos niveles: todo lo positivo es causa de su negativo. La formación de sor Juana y sus monjas era de una educación religiosa y una total castidad. Esto mismo crea en el subconsciente un centro psicofísico del que brotan las determinaciones contrarias de irreligiosidad y obscenidad. En circunstancias como las que afrontó la superiora en su pasión secreta, reprimida y frustrada por Grandier, unidas a su desmedrada condición física, en algún momento perdió el control sobre el proceso de inducción, dando curso a un proceso histérico de naturaleza contagiosa, llevando muy pronto a todo el convento a un paroxismo de obscenidad, sexualidad desenfrenada y blasfemia, lo que fue aprovechado oportunamente por los enemigos del párroco para manejar a las monjas como instrumento para su aniquilación. Al principio de su dolencia, la superiora no creía ser objeto de posesión. Sólo cuando su confesor y los demás exorcistas le aseguraron que estaba repleta de demonios, sor Juana se convenció de estar endemoniada y comenzó a comportarse como tal. Tal como en la actualidad, y tal vez durante toda la historia de la medicina, muchas veces las enfermedades y su sintomatología son inducidas por los mismos médicos tratantes, en el caso de Loudun las monjas terminaron por convencerse de su posesión demoníaca debido a que los exorcistas estaban convencidos previamente de ello. Sin embargo, en ocasiones las hermanitas “sufrían” de una eventual vuelta a la realidad, de un intervalo lúcido, que les permitía darse cuenta de aquello a lo que eran sometidas e, incluso, darse cuenta de lo que estaban haciendo contra el desgraciado Urbain Grandier, llegando a declarar ante testigos que todo lo que habían declarado contra él había sido inducido por los exorcistas. Todas estas manifestaciones de lucidez y arrepentimiento eran descartadas por los sacerdotes, quienes las atribuían al demonio. Las monjas, retractándose de lo que habían afirmado contra Grandier, se condenaban a sí mismas, en este mundo y en el Más Allá. No podían sino persistir en su delirio, en su autotrascendencia descendente, en un camino abierto y expedito.

Poco a poco las “poseídas” se fueron transformando, a través de la manipulación malintencionada de los exorcistas, en denunciadoras de todos quienes en Loudun eran considerados adversarios localistas de las políticas centralistas del cardenal Richelieu. La ciudad era considerada un baluarte de nacionalismo local contra el poder central, y el cardenal estaba dispuesto a quitarle toda autonomía y a reprimir todo nacionalismo local, con el objeto de favorecer a la ciudad en construcción que llevaría su nombre, levantada en lo que fuera las tierras de sus antepasados, obra maestra del urbanismo del siglo XVII, diseñada por el arquitecto Jacques Lemercier y ubicada a sólo 18 kilómetros de Loudun.
Así, caballeros respetables fueron acusados de haber asistido a ceremonias de Sabbath, respetables viudas de haber fornicado con íncubos o de haber realizado hechicerías para causar la impotencia de virtuosos jóvenes de la ciudad, todo ello bajo el influjo de Grandier, quien actuaba aún desde su celda. Poco a poco el malestar fue cundiendo entre los habitantes de la ciudad, quienes acusaron, a través de panfletos anónimos fijados en las puertas de las iglesias, a los exorcistas y a los políticos que actuaban a las órdenes de Richelieu. El resultado fue que se endureció la acción de la policía, acusándose a protestantes y opositores políticos de los panfletos. Se publicó un edicto que prohibía hablar en contra de las monjas o de los exorcistas. Con ello, como afirmó un anónimo crítico que plasmó su oposición en un panfleto editado clandestinamente en defensa de Grandier, Dios quedaba destronado y el diablo puesto en su lugar. Pero cuando se quiso proceder al juicio, los magistrados locales se negaron a tomar parte en ello, obligando al comisionado del rey, Laubardemont, a buscar magistrados en otras ciudades. Las pruebas y testimonios fabricados contra Grandier se consideraron suficientes como para enjuiciarlo, y su condena fue desde el principio tan cierta que los turistas se aglomeraron en Loudun para presenciar la ejecución, llegando más de treinta mil personas. La venganza de Richelieu y de los enemigos del párroco pudo más que todos los argumentos legales y teológicos que éste intentó hacer valer ante las autoridades, los magistrados y el mismo rey. Nadie se apiadó de él, pero se decidió a afrontar su destino con valor. Fue condenado a procedimientos ordinarios y extraordinarios: sometido a tortura, luego debía ser conducido a las puertas de su propia parroquia y a las del convento de las ursulinas, donde debía arrodillarse y pedir perdón, luego sería llevado a la plaza de la Santa Cruz, donde sería amarrado al cepo y quemado. Previamente a ello fue afeitado de la cabeza a los pies. A la orden de que le arrancaran las uñas, el cirujano se negó por misericordia, a pesar de las perentorias órdenes del comisionado. Llevado nuevamente al palacio de Justicia, se le leyó su condena, ante la cual Grandier respondió alegando nuevamente su inocencia y su amor a Jesucristo. Ante la reacción
favorable del público presente, el comisionado ordenó despejar la sala. Solo frente a los magistrados, Grandier fue constreñido a firmar una confesión, bajo la promesa de que, si lo hacía, sería librado de la tortura, pero se negó a ello. Vencido el plazo que se le concedió para firmar, fue sometido a tortura, resultando con las piernas destruidas. Luego de ello, fue vestido con una camisa impregnada en azufre y llevado a un carro tirado por mulas, en el que fue conducido primero a su iglesia de Saint Pierre y luego al convento de las ursulinas. Por fin, conducido a la plaza de la Santa Cruz, fue atado al poste, exorcizado y nuevamente apremiado para que confesara, ahora ante la multitud reunida en la plaza y sus alrededores. Airados los sacerdotes por no lograr su confesión, prendieron fuego a la pira sin esperar que el capitán de la guardia lo estrangulara para evitar el tormento del fuego.
Como una venganza divina, al mes de la ejecución de Grandier, fray Lactance, uno de los principales miembros del equipo exorcista, falleció repentinamente. Poco después, el cirujano Mannoury, que había torturado repetidamente al párroco, falleció en la calle luego de ver la figura de Grandier desnudo. Otro de los exorcistas, Fray Tranquille, manifestó síntomas de posesión y falleció muy luego.

El caso de la posesión en Loudun no terminó con la ejecución de Grandier, prolongándose aún por varios meses. Lo que interesa ahora comentar es la consideración de la ciencia y la cultura contemporánea respecto de los casos que en la historia fueron considerados como “posesión demoníaca”.


El demonio en Chile

Hace menos de 100 años, aún en nuestra cultura se hablaba del Diablo como de una realidad que, de algún modo, se hacía presente en lo cotidiano. No era infrecuente escuchar que tal persona había hecho un pacto con el Diablo para obtener su repentina fortuna. Las supersticiones rurales y urbanas hablaban de manifestaciones del Maligno, en forma de animales diabólicos que habitaban las casas, o que volaban por los campos de noche, trayendo la desgracia y la muerte. Sin embargo, curiosamente los procesos por brujería o los exorcismos por posesión demoníaca fueron escasos en nuestro país, si se comparan con los acaecidos en Europa. El folklore criollo, no obstante, está repleto de referencias a maldiciones, sortilegios, tráfico de almas, al mismo tiempo que el Diablo es considerado un ser con características humanas al que, eventualmente, también se le puede jugar una mala pasada. Pero, en general, la presencia del demonio en la cultura popular ha perdido presencia. Los males no se producen por la acción de espíritus malignos, sino por circunstancias en general explicables racionalmente. La misma iglesia católica, no obstante que su catecismo oficial aún mantiene la vigencia de Satanás, sin embargo evita con una cierta incomodidad la referencia a la existencia del diablo como una realidad presente en la vida cotidiana, prefiriendo asimilar el mal no a una persona, a un demonio o a múltiples demonios, sino a tendencias propias del espíritu humano. La pérdida de
ciertas supersticiones puede resultar benéfica, pero muchas veces sólo deja un vacío que no es llenado por contenidos espirituales superiores. Las posesiones demoníacas son casi desconocidas en nuestra historia. A lo más se registran algunas apariciones sensibles del demonio en algunos conventos, a veces identificado con algún animal, o con un hombre de aspecto seductor (esto último nos suena familiar luego del relato de la posesión de Loudun y sus aspectos erótico-sensuales). Sin embargo, la historia recoge un caso acontecido en el siglo XIX, conocido como el caso de “la endemoniada de Santiago”, del que han quedado valiosos testimonios documentales, y que dan cuenta del enfrentamiento entre las teorías científicas de la época y las convicciones religiosas. Largo sería dar cuenta en detalle de este caso y no es el propósito de este trabajo, sin embargo, resulta de interés dar cuenta de algunos de los puntos de vista expresados por algunos testigos privilegiados de estos sucesos, acontecidos en el año 1857, y que tuvieron como protagonista a una muchacha de 18 años, Carmen Marín, huérfana, interna en un colegio de monjas de la capital, quien manifestó las señas exteriores de lo que la iglesia católica ha denominado como posesión demoníaca, y que fue examinada por destacados médicos chilenos y extranjeros, quienes dejaron importantes testimonios escritos de la experiencia, en algunos casos con opiniones contradictorias, pero que sirvieron de base para el desarrollo posterior de la psiquiatría en nuestro país. Al mismo tiempo, en la época de estos sucesos, se habló de esta cuestión como de “un pandemónium que ha removido todas las grandes cuestiones, así de filosofía y medicina como de teología; que ha puesto en escena el encarnizado antagonismo del espíritu viejo y del espíritu nuevo;…”3. Efectivamente, a raíz de la publicación de los informes de estos testigos, se trabó una verdadera batalla de imputaciones entre quienes fueron llamados “los sectarios del Demonio”, en particular el Dr. Benito García Fernández, de nacionalidad española, y el sacerdote José Raimundo Zisternas, quien practicó el ritual

3 Armando Roa: Demonio y Psiquiatría, pág.136. Editorial Andrés Bello, Santiago, 1974.


del exorcismo, y quienes no vieron en esto otra cosa que histeria, los doctores Laiseca, colombiano, MacDermott, inglés, Carmona, chileno, y algunos otros que dejaron escrita su impresión sobre la naturaleza del caso, en algunos casos tajantemente contraria a la idea de la posesión y en otros manifestando sus dudas. Vale la pena recoger algunos fragmentos significativos de estos documentos, partiendo por la relación que hace el presbítero don José Raimundo Zisternas, dirigida al Arzobispo de Santiago, Rafael Valentín Valdivieso, en la que declara haber sido incrédulo en un principio respecto de la supuesta posesión, para luego cambiar de opinión. Cabe hacer notar aquí que, tal como en el caso de las ursulinas dos siglos antes, tampoco en este caso se respetaron las reglas del ritual católico, realizándose en público: “todos los concurrentes, que no bajarían de cuarenta personas, seapresuraron a entrar en la pieza(…);muchas personas formales, varios jóvenes y cuatro o cinco señoras,...porque jamás me fijé en ello, creyéndolo de poca importancia…”(…)”se abrió la pieza y momentos después estaba completamente llena de diferentes personas, todas decentes;…..”…(…)..”pues habría en la pieza no menos de mil personas…”4.

El presbítero Zisternas afirma, en su relación de fecha 15 de Agosto de 1857, que la causa del estado de la muchacha no es natural, dando cuenta de numerosos ejemplos de la supuesta autenticidad de la posesión, y criticando la actitud incrédula de la mayoría de los médicos que presenciaron estos episodios. No se puede dejar de mencionar la similitud entre los procedimientos empleados por el padre Zisternas con los que en Francia utilizaron los canónigos Mignon y Barré con las monjas ursulinas, transformando el ritual del exorcismo en un espectáculo público y a la supuesta poseída en un objeto dócil entre sus manos, deformando los hechos e indignándose con la incredulidad de los médicos que los presenciaron y emitieron su opinión. Estas opiniones fueron expresadas por escrito, a solicitud del mismo sacerdote y, de entre ellas, se puede destacar la del Dr. Andrés Laiseca, de la cual se transcribe su conclusión: “Nada tiene de sobrenatural esta enfermedad, nada de extraordinario sino la inmensa variedad de sus formas, la irregularidad de su marcha, sus diversos modos de determinación y la falta de rasgos constantes y característicos sobre el cadáver. A esto agregaré como una indicación humanitaria el ser esta enfermedad, como las otras enfermedades convulsivas, esencialmente contagiosa por imitación; y que por lo mismo están expuestas a contraerla todas las personas, sobre todo del sexo femenino, que por una necia curiosidad, o por cualquier otro motivo, concurren a presenciar el penoso estado convulsivo de estos enfermos. Ha sido sin duda por estas circunstancias (…) que allá en tiempos remotos se daba el nombre de endiabladas o endemoniadas a las personas que la padecían, nombre que hoy se ha reemplazado por el más modesto, aunque no más inteligible, de espiritadas”. (…..)Esta enfermedad, que en medicina se llama histérico, es la que en mi concepto sufre la paciente en cuestión”5. No menos claro es el informe del Dr. MacDermott, quien informa “soy de opinión que debemos calificar el mal como un histérico sumamente agravado”6. Más titubeantes resultan los informes de los doctores Fontecilla y Barañao, quienes, respectivamente, afirman “que el campo de las enfermedades nerviosas es inmenso y que la presente no la he visto descrita en ningún autor; por consiguiente, necesitaría de nuevas observaciones para dar una opinión acertada”7, y “creo, señor, que dichos fenómenos reconocen una causa desconocida por la medicina (….) no sé qué nombre dar a esos accidentes de tal naturaleza y carácter”8. El doctor Villarreal declara no tener

4 Armando Roa, op.cit. pág.163.
5 Armando Roa, op.cit. pág.191.
6 Armando Roa, op.cit. pág.192
7 Armando Roa, op.cit. pág.194
8 Armando Roa, op.cit. pág.195

formada conciencia respecto de la enfermedad 9, en tanto que el doctor Padín dice desconocer el tipo de afección mórbida de la que se trata 10.
Antes de referirnos al informe del doctor Benito García Fernández, cabe aquí detallar el tipo de
medicación a la que había sido sometida en el hospital San Borja con anterioridad Carmen Marín, y que da cuenta del estado de la medicina en la época en Chile: “Los remedios han sido los siguientes: sangrías de los dos brazos y de los pies; infinidad de aplicaciones de sanguijuelas al cuello, detrás de las orejas y abajo; cáusticos a la nuca; nieve a la cabeza; vomitivos y purgantes, incluyendo el quimagogo; píldoras y bebidas, las innumerables, además de muchos remedios de médicas y adivinos, siendo todo inútil”11. La anterior relación de medicaciones la hace el propio Dr. García, quien además describe detalladamente las características físicas y frenológicas de la muchacha, haciendo gala de sus conocimientos de esta última disciplina, por entonces de gran moda en Europa, considerada hoy una pseudo ciencia.

García, a diferencia de la mayoría de sus colegas, hace una larga relación, no sólo de los episodios de supuesta posesión, sino de toda la vida de la “endemoniada”. Da fe de todo cuanto de “milagroso” se dice de ella, aunque no tenga conocimiento directo de tales hechos. Sustentando su juicio en la frenología, declara que, para que una persona fingiese lo que se había visto en Carmen, “debía tener desarrollados en el más alto grado la secretividad (facultad que inclina a hacer las cosas sin que nadie las entienda u órgano del disimulo), la imitación (facilidad para remedar), la maravillosidad, la esperanza y la veneración, para que el asunto fingido fuese el religioso, y la aprobatividad, para tener el placer de que todos se ocupasen de ella. Pues bien, ninguno de estos órganos está desarrollado más de medianamente, y aún la aprobatividad lo está menos que ninguno, y la veneración no está más que en el sexto. Y tienen tanta importancia estas consideraciones a los ojos de la ciencia, que puede concluirse por sólo estos datos que es imposible una ficción tan refinada en una persona con semejante organización cerebral”12. Señala luego pormenorizadamente, haciendo gala del conocimiento de todas las enfermedades que por aquella época se encontraban definidas, las diferencias fisiológicas que, a su juicio, tienen los síntomas de la “endemoniada” con los que se dan como corrientes en la “afección histérica”, o en las “convulsiones nerviosas”, o en la “catalepsis”, en los “éxtasis”, en la “eclampsia”, en la “intermitencia cerebral”, en la “monomanía”, en el “corea”, en el “sonambulismo”, en la “neurose (sic) convulsiva”, en las “enfermedades convulsivas”, en el “magnetismo espontáneo”, en una “cosa mixta, como ser un poco de magnetismo y el resto de enfermedad”. Descarta luego que lo de Carmen Marín se trate de un “fenómeno visionario como otros que nos refiere la historia”13, y se pregunta si es, efectivamente, una endemoniada, advirtiendo que “en el estado actual de la ciencia no hay doctrina sobre esta materia”14.
Hace referencia a la literatura histórica al respecto, citando numerosos testimonios de médicos de los siglos XV y XVI dando cuenta casos de “estados morbosos producidos por el demonio”, y advierte que los cita “no para apoyar la hipótesis de endemoniamiento, sino para que me sirva de escudo a los ojos de los intolerantes cuando vean que todo un doctor del siglo XIX tenga valor de admitir, siquiera sea en hipótesis, el que la Carmen Marín sea endemoniada”15. El propósito de García es probar que la muchacha padece algo que él denomina “enfermedad diabólica”, intentando configurar sus síntomas,

9 Armando Roa, op.cit. pág.195
10 Armando Roa, op.cit. pág.197
11 Armando Roa, op.cit. pág.201
12 Armando Roa, op.cit. pág.220
13 Armando Roa, op.cit. pág.233
14 Armando Roa, op.cit. pág.234
15 Armando Roa, op.cit. pág.236

enumerando hasta 9 de ellos y demostrando que Carmen ha mostrado al menos 8. Concluye que la enfermedad no es fingida, que no es natural, que no puede atribuirse al magnetismo comunicado o espontáneo, que no es una enfermedad nueva y que “La Carmen Marín es endemoniada”, dejando expresa constancia que estas afirmaciones las hace bajo su responsabilidad individual.
El anterior informe fue, a su vez, contestado por el que emitió el Dr. Manuel Antonio Carmona, profesor de medicina legal, consultado por el presbítero Zisternas y comisionado por el Arzobispo, quien hace lo que él llama un juicio histórico del caso. Previamente hace un análisis frenológico y anatómico de Carmen, de acuerdo a la costumbre extendida entre los médicos de la época, afirmando que, de acuerdo a las características de la muchacha “cualquier inteligente podrá inferir a priori que el instinto ha de predominar más en ella que la razón”16. Dando cuenta de la biografía de Carmen, Carmona refiere que “es pariente consanguíneo de cierta familia ilustre de esta capital de Santiago, cuya espiritualidad o excentricidad característica ha llegado en alguno de sus miembros hasta la locura, fenómeno singular que bien podría servir para confirmar la opinión de algunos fisionomistas, sobre que de semejantes idiosincrasias a la manía no hay más que un paso”.17 Relata que Carmen, en años anteriores, se dedicó a la vagancia en Valparaíso, relacionándose con “mujeres de mala fama” que, por su trato íntimo con inmigrantes europeos, entienden y hablan algunos idiomas, y que, en alguno de sus episodios de supuesto endemoniamiento, Carmen se había referido a un cierto Juan, marido de una tal María, que le había dado albergue por compasión. Carmona relaciona este hecho con la predilección que manifiesta la muchacha por el Evangelio de San Juan, que, cuando le es leído, calma instantáneamente sus episodios, atribuyéndolo a “una ilusión excitante…en medio de su delirio libidinoso”18.
Luego de asistir a un episodio convulsivo de la enferma, Carmona declara que el cuadro “nada ofrece por cierto de maravilloso o desconocido; cualquier médico verá en él (…..) el segundo grado o estadio de una pasión histérica, bastante marcada, para no poder confundirla con ninguna otra afección patológica, ni menos para llegar a considerarla sin nombre y fuera del dominio de la naturaleza y de las ciencias naturales”19. Afirma luego que el exorcista, presbítero Zisternas, actuaba como dando instrucciones a la enferma respecto de cómo debía reaccionar a sus requerimientos: “el operador forma un mundo imaginario y gobierna a su arbitrio (…..) la sensibilidad y los movimientos propios de la persona influenciada,…”20. Con gran respeto por la religión, al mismo tiempo sugiere que la influencia de la fe, tanto en el sacerdote como en el Dr. García, les hace ignorar tanto a las ciencias médicas como a la influencia “magnética” o psicológica que el propio exorcismo ejerce sobre la persona objeto del ritual. Formula con claridad su juicio: “…mientras no se me explique en qué consiste la diferencia esencial, es más absurda y ridícula la hipótesis del Demonio; y debo atenerme a que unos y otros fenómenos se pueden explicar satisfactoriamente con arreglo a las leyes del magnetismo animal y a una doctrina de los más grandes médicos antiguos y modernos, a saber: que los centros nerviosos, que presiden a todas las funciones de la vida, son el origen común de las pasiones y actos instintivos, conservadores o reproductores, y de los espasmos esenciales del orden fisiológico y del patológico, como el espasmo cínico y como los paroxismos histéricos y epilépticos”. Con evidente ironía, Carmona se refiere a una orden que otros sacerdotes le dan a Carmen para que se aquiete, y que sólo es obedecida cuando el presbítero Zisternas la da, lo que es explicado por este último debido a que “yo no más estoy
autorizado para este caso por el señor Arzobispo”. ¡Cuánta ingenuidad se advierte en esto, y cuánta

16 Armando Roa, op.cit. pág.240
17 Armando Roa, op.cit. pág.240-241
18 Armando Roa, op.cit. pág.245
19 Armando Roa, op.cit. pág.253
20 Armando Roa, op.cit. pág.254

similitud con situaciones y explicaciones similares dadas por el equipo exorcista, dos siglos antes, en Loudun!. Todo lo anterior bajo la mirada de numerosos espectadores y del famoso pintor Ciccarelli, encargado de retratar a la “endemoniada” cual si de un reportero gráfico se tratara. Al reclamo de los creyentes en la posesión de que nadie podría fingir tal cantidad de síntomas, Carmona trae a colación innumerables casos de falsas posesiones, incluyendo a “las monjas de Loudun, en Francia”. Al argumento de que la insensibilidad al dolor manifestada por Carmen Marín no puede fingirse, Carmona opone que “la insensibilidad del mismo órgano (la piel) es un síntoma morboso característico, cual ningún otro, de la epilepsia propiamente dicha, la apoplejía, el histérico-epileptiforme, histérico-cataléptico, histérico-estático, histérico-magnético, sonambulismo espontáneo, electrobiologismo, anestesia clorofórmica y magnetismo animal espontáneo o artificial…”21. También manifiesta claramente su crítica a la acción perentoria del presbítero, quien opone a los pocos minutos en los que pudieron actuar los médicos y su falta de resultados inmediatos la aparente cura instantánea que él lograba con la lectura del Evangelio de San Juan: “Como replicase el Sr. Zisternas, con una especie de impaciencia, que no entendía lo que pretendíamos los médicos, nos resignamos desde aquel momento a hacer el papel de meros espectadores de las experiencias consabidas del exorcista, sacrificando nuestros proyectos profesionales por no parecer impertinentes”.
Desarrolla a continuación Carmona una exposición filosófica-científica respecto de los conceptos de enfermedad y salud, estableciendo, desde ese punto de vista, que los ataques de Carmen Marín “…son signos diagnósticos de enfermedad, en la verdadera acepción de esta palabra….”, añadiendo, para una mejor comprensión de lo que afirma, que cuando se habla de enfermedad se habla necesariamente de enfermedad natural, citando al ensayista Benito Jerónimo Feijoo (1676-1764), quien afirmaba que aquellos a quienes los evangelistas llamaron endemoniados eran sólo dolientes de diversas enfermedades, y que los llamaron así sólo para conformarse al modo común de hablar de aquel tiempo. E incluso cita a Hipócrates, quien igualmente defendió que aquello denominado enfermedad endemoniada o sagrada, con que se apellidaba a la epilepsia o a la neurose (sic), nada tenía de sagrado más que las otras enfermedades. El desarrollo del informe del Dr. Carmona se extenderá como “una contienda exclusivamente científica” con el anterior informe del Dr. García. “Era preciso vindicar a todo trance la medicina injuriada de Chile”22, sostiene con apasionamiento. A las conclusiones de García las calificará de “sarcasmo del ciego pirronismo médico; absurdo de que no hay ejemplo en los anales de las aberraciones sistemáticas; doctrinas sin principios, sin conocimiento de causa ni de efecto; farmacia de los átomos; terapéutica de las ilusiones ontológicas; clínica de los paliativos y de la inerte expectación; especulación seductora con la fe y las preocupaciones varias del enfermo, para curar al acaso, a la manera del exorcismo y del magnetismo; confianza supersticiosa, muy funesta en la fuerza medicatriz de la naturaleza, que sólo cura por su propia virtud las enfermedades leves; triunfo encubierto de los medios higiénicos pertenecientes a la alopatía común, que se hace pasar como triunfo de la homeopatía; exageración hiperbólica y abuso injustificable, según los mismos homeopatistas, del principio similia similibus curantur: tal es la homeopatía del Dr. García”23. Adivinamos, como trasfondo de este caso, la contienda que enfrentaba, y aún enfrenta, a las medicinas alópata y homeópata, como posiciones radicalmente diversas, más que contrarias, frente al origen y el remedio para las enfermedades. Cita a continuación extensamente a Baltasar de Vigueras (1767-1830), médico

21 Armando Roa, op.cit. pág.260
22 Armando Roa, op.cit. pág.277
23 Armando Roa, op.cit. pág.279

español autor de un tratado sobre fisiología y patología de la mujer, quien se refiere extensamente al histerismo, enfermedad femenina radicada en el útero, recalcando Carmona, a través de numerosas notas a pie de página, la similitud entre los síntomas descritos por el español y los que presentaba Carmen Marín, sin dejar de hacer notar la falta de conocimiento de su colega García respecto de este extenso estudio escrito por un compatriota suyo con muchos años de anticipación al caso de la “endemoniada de Santiago”, concluyendo de esta lectura que “la verdadera causa próxima no es ni puede ser el Demonio, sino con toda probabilidad la irritabilidad primitiva idiopática de los ovarios, que dejo superabundantemente probada”. Pero también Carmona apela a Benito Jerónimo Feijoo, quien rechaza la asignación de la calificación de “endemoniada” para cualquier persona que grite en la iglesia o porque parezca entender ciertos latinazgos, para afirmar que el caso de Carmen Marín no reconoce ninguna de las causas que dicho ritual hace aparecer como necesarias para la certificación de los casos “auténticos” de posesión demoníaca: hablar idiomas desconocidos o entenderlos, manifestar cosas ocultas o distantes, mostrar fuerzas superiores a las naturales y otras cosas de este género. Por otra parte, Feijoo acusa directamente a los exorcistas como “los autores de ésta y otras patrañas”24, citando los casos históricos de Marthe Brossier, “poseída” francesa del siglo XVI, y el caso de las ursulinas de Loudun. Sobre la base de toda esta literatura que recoge el pensamiento y el conocimiento tanto médico como teológico vigente a la fecha, Carmona concluye que la “dicha Carmen Marín no es poseída (…) del Demonio”25.
Por su parte, el Dr. Juan Bruner, Socio corresponsal de la Sociedad Médico-Quirúrgica de Berlín y miembro de la Universidad de Chile, contemporáneo de los anteriores, escribió respecto de este caso un extenso estudio titulado “La endemoniada de Santiago o el Demonio en la Naturaleza y la naturaleza del Demonio. Una monografía médico-psicológica”. Aunque Bruner, en la introducción de este estudio se cuida de aclarar que sus opiniones no deben ser consideradas como ataques contra la religión cristiana, “inatacable e imperecedera en su esencia”26, ya en el capítulo primero se refiere a la idea de Diosen relación con la ciencia, al decir “Cuando preguntaron a Laplace si había encontrado a Dios en las esferas celestes del espacio, contestó que, como no lo necesitaba para explicar los movimientos de los planetas, no lo había buscado”27. Entiende Bruner que las fuerzas de la naturaleza son inmanentes a la naturaleza misma y que “la causa de la vida es la materia y su estructura”. Por otra parte, delatando su probable origen protestante, hace ver que la “Reforma alemana” del siglo XVI vino a preparar el campo para una “indagación libre de las cosas de la naturaleza”, rarificándose el “torbellino nocturno de las ánimas y los duendes” ante la “aurora de la razón”. Es lo que él llama “el principio moderno”, principio “realístico”, “Verbo encarnado de Dios lanzado en la historia”. Ello tiene consecuencias de todo tipo, que a veces acarrean “errores y extravagancias”, pero que van en una ruta positiva, en la que también le toca su parte a la Medicina. No obstante, deplora Bruner que el desarrollo de las ciencias lleve a lo que él llama “el gran principio identificador”, que se traduce en una “abstracción negativa”. Pero el principio moderno de la humanidad llevará, de cualquier forma a “un futuro gigante”. Tras esta introducción que pareciera poner a Bruner en el campo de los escépticos, sin embargo, en el desarrollo de su estudio se advierte una ambigüedad respecto del origen material o sobrenatural del fenómeno de la “endemoniada de Santiago”, calificándolo como “acontecimiento sobrenatural que,

24 Armando Roa, op.cit. pág.303
25 Armando Roa, op.cit. pág.314
26 Armando Roa, op.cit. pág.318
27 Armando Roa, op.cit. pág.319

verificándose en la materia orgánica, confundió la profana inteligencia de los médicos….”. La presunta preocupación de Bruner por no aparecer como alguien que se opone a los puntos de vista religiosos lo lleva a mantenerse permanentemente en esta ambigüedad, entre el velado escepticismo y la afirmación de la naturaleza sobrenatural del fenómeno. Describiendo el origen del fenómeno, lo califica como “una patología entera de alienación mental”28. Señala como la idea de pecado produce en “nuestra mente beata” la asimilación de todo lo malo con la idea o la imagen del diablo. Por otra parte, para Bruner no existe dualismo entre cerebro y espíritu: “cada oscilación de una molécula se manifiesta como pensamiento, cada movimiento nutritivo es una sensación…”. Desde el conocimiento de la época, se refiere a las cuatro secciones fundamentales del cerebro: “protoencéfalo”, órgano de la sensación; mesencéfalo, órgano de la imaginación; hemisferios, órganos de la conciencia de sí mismo; cerebelo, órgano de la sentimentalidad y de la vida interna afectiva. Todas estas facultades tienen como calidad común la subjetividad, y “la reflexión de esta subjetividad en sí misma es el Yo”. Hay un yo sensitivo, un yo imaginativo, un yo inteligente y un yo sentimental. A su vez, estos Yo se reúnen, en la sensación del individuo, en un solo y único Yo, en la personalidad, Cada uno de ellos se expresa al exterior en un órgano. Discurre así el pensamiento del Dr. Bruner atribuyendo a las facultades
mentales los distintos modos en que la mente se aproxima a las cosas. Este discurso se plantea en términos materiales, refiriéndose a los “elementos microscópicos” de los órganos cerebrales,
“manifestaciones eléctricas” y “alambre molecularmente activo”. Siendo el Yo el producto ideal de la energía de ciertas moléculas cerebrales anatómicamente circunscritas, también “la demás subjetividad, el heteron interno del Yo” residen en otros elementos que se llenan con las impresiones concretas del mundo externo y constituyen el mundo ideal multiforme enfrente del Yo mismo. “Donde falta la actividad del Yo, como Yo independiente del contenido contemplado, me pongo fuera de mí, me enajeno, me vuelvo loco”29.

Afirma Bruner que en el origen del estado que afectaba a Carmen Marín estaba el miedo de carácter religioso inculcado por su formación, como huérfana en las monjas en Valparaíso. El miedo nocturno de esta niña fue asociado con imágenes del diablo, actuando su cerebro como el constructor de las imágenes e ideas demoníacas., contra las cuales luchaba la muchacha, pero que terminaron por vencerla. Pero “el diablo….no era más que la proyección subjetiva de los elementos mórbidos del cerebro”30. Los posteriores “cuidados” dados por el sacerdote Zisternas, a través del exorcismo, no hicieron más que reafirmar la idea del demonio en su mente, provocada día a día por el espectáculo que, del mismo modo que en el caso del convento de Loudun, se organizaba con la asistencia de público: “La circunstancia de que la joven se había restablecido una vez de su ataque al oír un evangelio que un sacerdote puso a un niño enfermo en el cuarto vecino, imprimió el último sello a la teoría demonológica, y el exorcismo sistematizado se hizo cargo del espíritu maligno”.31. Bruner sustenta la teoría que “el cerebro es el órgano del alma” y que, si existe verdaderamente posesión, entonces el diablo hace uso de este órgano para apoderarse de los hombres, dirigiendo desde allí al resto del cuerpo. Bruner transita por el filo de la navaja en sus análisis, no queriendo provocar la reacción teológica pero tratando de fundamentar científicamente sus afirmaciones en torno a la naturaleza cerebral de la “demonomanía” de Carmen Marín, atribuyendo los intervalos lúcidos a que no toda la masa cerebral se había enfermado, sino que siempre persistieron “masas sanas del encéfalo” que se sobreponían a las partes enfermas, o “focos

28 Armando Roa, op.cit. pág.333
29 Armando Roa, op.cit. pág.340
30 Armando Roa, op.cit. pág.350
31 Armando Roa, op.cit. pág.351

pervertidos”. El informe de Bruner constituye un notable testimonio de erudición que da cuenta detalladamente del estado de los conocimientos contemporáneos sobre el cerebro y sobre los fenómenos psicológicos y psiquiátricos vinculados a lo que se denominaba por entonces histeria, dando cuenta detalladamente de la variada sintomatología que este trastorno muestra, así como de sus supuestos orígenes en diversos sectores del cerebro. Dentro de su cuidado por no contradecir al sacerdote exorcista Zisternas o al Dr. García (ambos, como hemos visto, sostenedores de la autenticidad de la posesión), Bruner no puede dejar de afirmar que “si mi explicación es acertada, podemos considerar por roto ese misterio supranaturalístico del fenómeno en cuestión, y el diablo tendrá que entregar su alma al poder de la naturaleza”,32. La disputa teológico-científica alcanza sus momentos culminantes cuando Bruner dice que García está “tratando (…) de dar a entender al público que soy un ateo, un hereje, un materialista, un corruptor de la juventud y otras simplezas de este género”33. Y acusa por su parte a García de no haberse elevado a un punto de vista filosófico, para comprender que su concepción “materialístico-ideal de la naturaleza” es compatible con los dogmas de la religión católica: el Dios trino, la encarnación del Verbo y la inmortalidad del alma. Para vincular lo sagrado, o de origen divino, con lo natural y material, Bruner plantea su “imperturbable convicción de que la fuerza divina, en cuanto está encarnada en la naturaleza, obra como naturaleza efectuándose en calidad de ley inmanente cuyo íntimo ser es justamente la materialidad”. La divinidad permanentemente se transubstancia en la naturaleza.
Bruner discute, por otra parte, el diagnóstico médico del Dr. Carmona, quien, como ya hemos visto, afirma en su informe que la esencia del fenómeno observado en Carmen Marín radica en un “histérico confirmado convulsivo y en tercer grado”. Bruner nos dice que el histerismo es “un complejo de síntomas periféricos que pueden depender de afecciones centrales enteramente distintas”34, acusando de incoherencia interna la exposición de Carmona por no lograr reunir de modo coherente el histerismo con la fenomenología mórbida propia del sistema cerebro espinal, considerando que el histerismo, tal como era considerado en la época, tenía su origen en “una exaltación local del sistema reproductor”, en particular del útero, mientras que los síntomas observados por Bruner le llevan a determinar la enfermedad que padece Carmen Marín como una de carácter cerebral.
La última parte del extenso informe de Bruner resulta particularmente interesante por cuanto incursiona en la psiquiatría, una especialidad médica por aquel entonces recién dando sus primeros pasos en Chile. Bruner radica los fenómenos estudiados en la psique, en psique pervertida, no en el útero, como es la tesis de Carmona, y busca reducir estos fenómenos a “su unidad patológica y al mismo tiempo a su verdadera significación humana”35. En concreto, habla de una demonomanía, para referirse a la perversión mental que aquejaría a Carmen Marín, y radica su origen en un “ablandecimiento de la sustancia cortical, equimosis en la pia mater y en las demás partes del cerebro”. Radica Bruner la

32 Armando Roa, op.cit. pág.379 (el destacado es nuestro).
33 Armando Roa, op.cit. pág.386.
34 La histeria (del francés hystérie, y éste del griego ὑστέρα, «útero») es una afección psicológica que pertenece al grupo de las neurosis y que padece el
uno por ciento de la población mundial. Se encuadra dentro de los trastornos de somatización y se manifiesta en el paciente en forma de una angustia al
suponer que padece diversos problemas físicos o psíquicos. En tanto que neurosis, no se acompaña nunca de una ruptura con la realidad (como en el
delirio) ni de una desorganización de la personalidad. Técnicamente, se denomina Trastorno de conversión. El cerebro histérico no está enfermo, pero
ciertas regiones son, manifiestamente, sede de una actividad anormal, y determinados circuitos parecen encontrarse transitoriamente bloqueados por
una especie de parálisis funcional.En la actualidad (se considera) que no existe relación alguna con el útero y que no es una entidad exclusiva de las
mujeres. http://es.wikipedia.org/wiki/Histeria
35 Armando Roa, op.cit. pág.467.

subjetividad, el punto culminante de ella, “el verdadero Yo-mismo”, en ciertos elementos microscópicos circunscritos en sí y distintos de la demás estructura cerebral, de donde la fractura de la personalidad es “un procedimiento materialístico-vital del cerebro mismo”. La última parte de este estudio se aparta del caso específico de la “endemoniada de Santiago”, para indagar y teorizar acerca de las estructuras profundas del cerebro, en las manifestaciones de la subjetividad y objetividad de la mente humana. Bruner sostiene que los episodios de carácter religioso que involucran apariciones, ya sea de la virgen María, de Jesús, de ángeles, etc., son acontecimientos verdaderos, es el verdadero Jesús, o María, quien aparece ante la intuición del individuo, pero que esta verdadera objetividad no aparece de afuera, sino que proviene del interior, y que se pone frente al individuo como verdad realizada, pero modificada según las intuiciones individuales del individuo. A pesar de ello, Bruner a continuación llama alucinaciones a “estas creaciones”, producidas “por el círculo subjetivo de la elaboración individual”, en que el individuo cree en su realidad material y objetiva. Concluye señalando que lo que él llama “el demonio posidente” en Carmen Marín no es más que su propio Yo-mismo “entero como unidad de su yo sensitivo, imaginativo, pensante y sentimental, cuyo Yo unificado en los focos enfermos se manifiesta en el interior ideal de la joven en la calidad de Yo-demonio”36.

Hoy el demonio se ha transformado en un tema cuya mención tiene algo de anacrónico, especialmente aquello que se relaciona con el supuesto fenómeno de la posesión. No obstante ello, la iglesia católica ha perseverado en la afirmación de su existencia, como hemos podido ver en el catecismo oficial, y el ritual romano del exorcismo no ha sido modificado, ni siquiera por el “aggiornamento” que supuso el Concilio Vaticano II. Por otra parte, la cinematografía ha puesto nuevamente en relieve la posesión, como tema de interés, a través de películas como “El Exorcista”, basado en la obra de William Blatty, quien a su vez se basó en “Los demonios de Loudun”, de Huxley, que hemos analizado, “Los demonios”, del director Ken Russell, también basado directamente en la obra de Huxley y, más recientemente, la película “El exorcismo de Emily Rose”, del director Scott Derrickson, basado en el caso real de la joven alemana Anneliese Michel, fallecida en 1976 tras 8 años de supuesta posesión (diagnosticada médicamente como epilepsia) y 10 meses de exorcismos, practicados por dos sacerdotes. Los psiquiatras que testificaron en el subsecuente juicio acusaron a los sacerdotes y a los padres de “inducción doctrinaria”, proporcionando a la muchacha los contenidos de su conducta psicótica. A través de los ejemplos estudiados podemos ver cómo la consideración respecto de este fenómeno evolucionó en doscientos años, desde la perspectiva médico-científica, en tanto que se mantuvo estática en la consideración teológica. Los ejemplos contemporáneos siguen mostrando cómo, para la ciencia, el Demonio va siendo cada vez más acorralado al interior de la conciencia humana, en tanto que, para la religión, en particular la católica, el Demonio sigue siendo una realidad de carácter sobrenatural, enemiga de Dios y de los hombres.

JOSÉ AGUSTÍN VÁSQUEZ M. Febrero 2012
BIBLIOGRAFIA:
-Huxley, Aldous: “Los demonios de Loudun”. Biblioteca Universal Planeta, Barcelona, 1972.
-Roa, Armando: “Demonio y Psiquiatría”. Editorial Andrés Bello, Santiago, 1974.
- http://es.wikipedia.org/wiki/Histeria

36 Armando Roa, op.cit. pág.497